lunes, 8 de febrero de 2010

Un principio irrenunciable

Un principio irrenunciable
Francisco Valdés Ugalde El Universal 07 de febrero de 2010

Un signo esencial del mundo contemporáneo es la contraposición entre la tolerancia y su antivalor, la intolerancia.
La contradicción es simple. Quienes adhieren a la tolerancia aceptan el principio irrevocable de la libertad de cada individuo para proceder de acuerdo con sus convicciones y preferencias en un contexto en el que, al llevarlas a la práctica, priva la decisión conjunta de no agresión mutua. Quienes se pliegan a la intolerancia parten del principio de que el mundo debe ordenarse de acuerdo con sus convicciones, las que suelen tener raigambre variada. El común denominador de las intolerancias es la negación de otros por sus diferencias raciales, religiosas, políticas o sexuales, entre muchas otras.

Las formas más opresivas de la intolerancia no son las que ocurren de tú a tú en la vida diaria, como conflictos entre pares (no exentos de riesgos graves, como la supresión de la vida de alguno), sino las que convierten a una creencia o ideología compartida por un grupo en norma o fuerza impuesta contra otros.
La democracia ha sido concebida desde la antigüedad como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Grandes y largos debates sobre cada una de estas cláusulas han permeado a través de varios milenios en el pensamiento humano. La imperfección de las formas democráticas ha llevado a muchos a negarla. El centro del problema está en que la democracia, al ser la forma de gobierno que más admite y favorece la tolerancia, es la que presenta más dificultades para agregar sin reprimir. Por ello, es la que hace posible mayor encuentro y traslape entre distintas formas de pensar o creer acerca del bien o del mal. En este sentido, la democracia es “gobierno para el pueblo”. Bajo esta forma de gobierno, si está bien orientada, quienes forman parte del pueblo pueden tener certeza de que sus creencias y derechos serán respetados, siempre y cuando cada uno respete los de los otros. En la democracia, al profesar una creencia, cada quien renuncia a imponerla a los demás.
De ahí se desprende un incipiente progreso de la democracia “para el pueblo” que es el principio contramayoritario: ninguna mayoría tiene el derecho de violar derechos de la minoría o del individuo. Este principio es admitido si se reconoce por acuerdo general que el individuo tiene derechos en sí mismo y como tales nadie se los otorga sino se les reconoce. Si este principio no es admitido en el arreglo social y político la semilla de la intolerancia está sembrada.
La legislación que en el DF permite el matrimonio entre personas del mismo sexo, expedida por la Asamblea Legislativa asume correctamente este principio del Estado laico. Cada persona tiene el derecho a definir su preferencia sexual y a realizar una vida plena. Tiene derecho a que, por aquella razón, no sea arrojada en el estigma (en su acepción de “desdoro, afrenta, mala fama”) por la sociedad o el Estado. En suma, tiene derecho a disponer de su vida sin ser excluido por la colectividad.
Es probable que la Suprema Corte de Justicia deba pronunciarse sobre la constitucionalidad de esta ley, y veremos quizá si llegado el caso la Corte sentencia que nuestra Constitución no da cabida completa al principio de la tolerancia y que, por el contrario, abriga en su escritura o en su interpretación no solamente rasgos de autoritarismo, que aún los tiene, sino la semilla de la intolerancia ante el derecho a definir libremente la propia vida sin ser marginado de la opción de formar una familia y tener descendencia.
El artículo primero de la Constitución establece en su tercer párrafo lo siguiente: “Queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas.”
Este párrafo fue añadido en la reforma de 2001, motivada especialmente por el reclamo de los derechos de los indígenas. Dice expresamente que “queda prohibida toda discriminación motivada por… las preferencias”. Más claro imposible.
Desde luego, quienes se oponen al matrimonio entre personas del mismo sexo buscan en cada rincón de la Constitución, de las leyes o en designios del más allá motivos para imponer la intolerancia como norma jurídica.
Un Estado democrático y, por ello, laico no puede aceptar la intolerancia en ninguna de sus formas. El siglo XX, uno de los siglos de la intolerancia, dejó enseñanzas terribles acerca de las consecuencias de no aceptar este principio. Por eso, la convivencia humana lo exige como un principio irrenunciable.
ugald e@ una m. m x
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM

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