lunes, 22 de febrero de 2010

Revolución vs reforma

Revolución vs reforma
JAIME SÁNCHEZ SUSARREY a.m.com.mx 20 Febrero 2010

Los impulsos reformadores más importantes de las últimas décadas ocurrieron bajo los gobiernos de Miguel de la Madrid, Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo. La naturaleza de cada uno, sin embargo, fue distinta. El primero emprendió las reformas en medio de una crisis económica sin precedente. La liquidación de empresas paraestatales y la entrada de México al GATT fueron dos caras de la misma medalla. El modelo estatista y proteccionista había llegado al límite. En 1982 López Portillo estuvo a punto de declarar una moratoria.
A Miguel de la Madrid no le tembló la mano. Utilizó todo el poder de la institución presidencial para evitar, como dijo en su toma de posesión, que el País se le deshiciera en las manos. Sin embargo la oposición y el malestar entre los priístas se generalizaron. Nació así la Corriente Democrática encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Muñoz Ledo. El objetivo declarado fue abrir el proceso de la sucesión presidencial. Pero la mira estaba puesta en detener e impedir que continuaran las reformas económicas.
El segundo impulso reformador vino con Salinas de Gortari. Sin embargo, el contexto político había cambiado radicalmente. La crisis del 6 de julio y el fortalecimiento del movimiento neocardenista impusieron una nueva estrategia. Desde la Presidencia de la República se forjó un bloque reformador. El primer soporte fue una alianza de largo aliento con Acción Nacional y el segundo fue la disciplina del Partido Revolucionario Institucional. El modelo fue particularmente exitoso.
Pasaron entonces las reformas más importantes: nació el IFE, se reformaron los artículos 3º, 27, 130, se privatizó la banca, se le confirió autonomía al Banco de México y se aprobó el Tratado de Libre Comercio. Los soportes de estas reformas fueron, como dije, la Presidencia de la República, la alianza con Acción Nacional y la disciplina del PRI. Hay que subrayar que sin la disciplina del PRI al proyecto presidencial las reformas jamás hubieran pasado, porque iban a contrapelo de las convicciones y la ideología (el nacionalismo-revolucionario) de la mayoría de los priístas.
El tercer y último impulso ocurrió bajo Ernesto Zedillo. Para entonces el contexto político y económico se había deteriorado radicalmente. El levantamiento del EZLN, la disputa soterrada por la candidatura del PRI que culminó con el asesinato de Colosio y la crisis de 1994-95 tuvieron dos efectos fundamentales: rompieron la cohesión del grupo reformador y generaron la necesidad de una reforma política definitiva. La reforma electoral se aprobó con el consenso de los tres principales partidos y en 1997 el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y Cuauhtémoc Cárdenas ganó la Ciudad de México.
Ese mismo año el impulso reformador quedó enterrado. La alianza del Presidente de la República con Acción Nacional naufragó. Pero además, la disciplina del PRI respecto de Ernesto Zedillo empezó a erosionarse. Dos hechos fueron particularmente notables: el fallido intento de remover a Roberto Madrazo del Gobierno de Tabasco y la imposición de una serie de candados en el PRI para que su candidato a la Presidencia de la República no surgiera de la “elite tecnocrática”.
Hay que subrayar un elemento adicional: la reforma de 1996 instauró un candado prohibiendo que cualquier partido tenga una sobrerrepresentación (porcentaje de legisladores referido a porcentaje sufragios alcanzados) superior al 8%. Se selló así un modelo de integración proporcional del Congreso con dos consecuencias fatales: la integración a tercios de las cámaras de legisladores y los gobiernos divididos, es decir, la imposibilidad de que el Presidente de la República, cualquiera que sea su filiación, tenga mayoría absoluta.
Por eso la segunda mitad del Gobierno de Zedillo, la totalidad del sexenio de Fox y la administración de Calderón tienen en común el entrampamiento político. Las reformas necesarias no pasan ni hay condiciones para que pasen. Con una agravante más, la alternancia en 2000 y su refrendo en 2006 han tenido un efecto general y otro particular: el general es el debilitamiento de la institución presidencial y el fortalecimiento de los gobernadores; el particular es que el PRI perdió el timón presidencial y su liderazgo se ha fragmentado.
Los nuevos centros de poder en el PRI son los gobernadores, los coordinadores parlamentarios y, por supuesto, la dirección nacional de ese partido. Igualmente importante es el hecho de que la identidad reprimida de los priístas, o de muchos de ellos, ha florecido y se ha fortalecido. El estatismo y el nacionalismo-revolucionario están a la orden del día. De ahí la condena del “neoliberalismo” que se habría vivido bajo los gobiernos de De la Madrid, Salinas y Zedillo.
El retorno de lo reprimido se ve reforzada por su espejo ideológico, el Partido de la Revolución Democrática. Los vasos comunicantes entre priístas y perredistas son reales. Por eso los primeros son particularmente sensibles a las andanadas de los segundos. De ahí la dificultad para que las corrientes modernizadoras en el interior del PRI, que sí existen, levanten la cabeza y logren cohesionar o impulsar posiciones reformistas. Los viejos principios del nacionalismo-revolucionario, unidos a tabúes y mitos, son enormes lápidas sobre la conciencia y la identidad de los priístas.
No sobra reiterar que el impulso reformador de De la Madrid, Salinas y Zedillo se hizo a contrapelo de la mayoría de los priístas. La palanca de Arquímedes de las reformas en México fue el poder presidencial. Hoy todo conspira para que nada cambie.

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