miércoles, 24 de marzo de 2010

¿Cómo dijo que se llama?

Guillermo Sheridan El Universal 23 de Marzo de 2010

La semana pasada EL UNIVERSAL narró la propuesta de reforma al código civil del DF que presentó la asambleísta Aleida Alavez (PRD). Esta iniciativa tiene como objeto impedir que los padres de familia, al registrar a sus hijos, les ensarten nombres “infamantes” como “Pedro”, “Juan” o “Alfonso” y que vean en cambio la conveniencia de ponerles nombres más nuestros y de trámite más sencillo, como Avatar, Maestro Limpio o Chakira.
Tiene razón la legisladora: en México no se trata tanto de ponerle nombre al niño como de asestárselo y el resultado es una zona de desastre que ya amerita la aplicación del Plan DN-III. Alguna vez propuse que bautizar niños convierte a los padres en poetas efímeros: deben darle nombre a una realidad nueva, son de pronto responsables del único momento de creatividad pura que se les otorgará en la vida. Una situación para la que nadie los ha preparado. Unos harán lo que se debe: ponerle Pancho al niño y ya. Otros invertirán en el futuro de su niño sus propios apetitos, invocarán prestigios y enunciarán hipótesis sociales y políticas, que el niño arrastrará como el pasado de ellos.
Soy curioso de la onomástica desde que tuve que entender, de pequeño, la paradoja de doña Angustias, una vecina que, contra lo que auguraba su nombre, soltaba por cualquier motivo cascadas de carcajadas y mostraba sus anginas tintineantes. Me gustaban como nombres las advocaciones de la Virgen (Asunción, Pilar, Esperanza, Milagros, Dolores, Consuelo): eufónicos y expresivos, ahora tienen la melancolía de las especies en extinción. Pero el malinchismo, el complejo de inferioridad y el mundo del espectáculo llevaron progresivamente a los padres a sustituir esos nombres con otros que, no hace mucho, eran exclusivos de cabareteras: Zoyla Nallely, Vanessa Arlene, Desiré Dinorah, Shirley Michelle, Jennyfer Dehnysse. Porque además una inescrutable idea de la elegancia sostiene que mientras más haches, ygriegas y kas tenga el nombre, más competente habrá de ser la niña. En México, sospecho, hay más Eriks que en Islandia.
Si el apellido es un fardo, el nombre de pila es pedigrí elegido. Si alguien se llama Artículo 123 se infiere que el padre es masón y comecuras. El nacionalista indigenista le espeta al crío, junto a un nombre como Tlahuanclanteputli, la eterna, tediosa obligación de traducirse: del náhuatl Tlahuan (vidrio), clante (bola), putli (pequeño): es decir, Canica. Al nacionalista revolucionario le da por Emiliano o Cananea; los hijos de comunistas acaban Engels o Lenin. Si conocemos a alguien que se llame Espartaca Milagros sabremos que en su nombre se debaten el libertarismo del padre y la mochez de la madre. Si se llama Finlandia Xóchitl, es hija de leninista y nacionalista; si Caleb Omega, es hijo de adventista y esotérico, si Encarnación Reencarnación, hija de una católica y un new-age. Si se llama Pase Automático el papá fue del CEU. Los amantes de los libros se anuncian bautizando a sus hijos como fichero de biblioteca: Ivanhoe, Clarissa y Germinal no es tan grave como Halcón Maltés, Aleph o Metamorfosis. El cinéfilo le pone al inocente Gonwidewind; un melómano, Amadeus o Ludwigván. Un amigo tuvo a su hija al mismo tiempo que su primera computadora: si la madre no lo impide, la niña -que en efecto era pequeña y suave- se llama Microsoft y a los tres años hubiera quedado obsoleta.
En fin, las cosas que pueden ocurrírsele a un legislador mexicano son increíbles. Sobre todo cuando, como ahora, llueven balas y salen degollados de las macetas. ¿Se reflejará la delicada situación actual en la onomástica futura? No veo motivos para dudarlo. Apuesto que ya existe el juez del registro civil que tuvo que anotar en el acta, resignadamente, al primer niño mexicano que se llama AK-47…

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