miércoles, 10 de marzo de 2010

El fiscal de Marcial Maciel

Julián Andrade La PorEsto 9 Marzo 2010

El tiempo y la historia suelen colocar a cada quien en su lugar. En el caso de Marcial Maciel, y todas sus fechorías, no hay nada más cierto que lo anterior.

Desde que se supo, hace décadas, que algo andaba muy mal con el fundador de los Legionarios de Cristo, hubo voces que desde la Iglesia exigieron que se hiciera algo al respecto.
Se necesitaba ser valiente para denunciar, porque la respuesta era siempre contundente. El enorme poder de Maciel se hacía sentir a propios y extraños. Antonio Roqueñí siempre fue un sacerdote comprometido con la decencia y con la responsabilidad que tiene una institución como la Iglesia Católica. Fue un miembro importante del Opus Dei, pero con los años prefirió la modestia y el sacrificio de los párrocos diocesanos.
Desde ahí entabló una enorme cercanía con el cardenal Ernesto Corripio Ahumada, al grado de que Roqueñí fue el asesor jurídico de la Arquidiócesis de México.
Pero una de sus tareas más notables fue la de abogado en el Vaticano de los primeros denunciantes de Marcial Maciel.
Mientras vivió Corripio, Roqueñí pudo realizar su trabajo sin complicaciones, aunque envuelto en presiones y ataques dirigidos por grupos al servicio de los Legionarios.
Cuando se jubiló el cardenal Corripio, Roqueñí fue despedido de su cargo de magistrado del Tribunal Eclesial. En la Arquidiócesis de la Ciudad de México no querían problemas y menos cuando se supo que Maciel era uno de los curas favoritos de Los Pinos, en tiempos de Vicente Fox.
Hoy la condena a Marcial Maciel es casi generalizada, y por ello es importante el recordar a quienes apostaron mucho, y lo pagaron, para que la verdad emergiera.
Para la Iglesia Católica el tema no es sencillo, pero creo que existe al menos la convicción de que se debe llegar al fondo del asunto para que todos los daños sean reparados.
Lo otro sería continuar con la labor de encubrimiento que desplegaron grupos religiosos y empresariales para descalificar a quienes tenían el valor, inclusive a costa de su propia privacidad, de dar a conocer lo que les había ocurrido.
Alguna vez Antonio Roqueñí me explicó lo complejo y escabroso de los tribunales de la Iglesia en Roma. Todo está supeditado a los obispos y en algunos casos al propio Papa.
Los tiempos ahí suelen ser muy largos y no pocas condenas o absoluciones llegan cuando ya es muy tarde. En el caso de los abusos de Maciel parecía una especie de batalla perdida contra una burocracia milenaria, aunque sospecho que Roqueñí tenía fe, esa que lo hizo un cura singular y comprometido, que hoy estaría estupefacto, pero tranquilo, ante la ola incontenible de la verdad.
juljard@yahoo.com.mx

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