Entre tantas, recuerdo especialmente una Semana Santa de hace casi cuarenta años. Fue una de las aventuras iniciáticas de mi vida, una de las primeras veces que viajaba solo con mis amigos, habré tenido unos 16 años. Fui a San Blas, a seguir al amor de mi vida, que luego se convirtió en mi mujer.
Íbamos en bola, a bordo de una vieja camioneta Ford roja de reparto, de esas cuadradas que ya no hay, con su motor V8 en medio de los asientos delanteros y el anuncio de una dulcería pintado en los costados, pertenecía al negocio familiar de ‘El Chabelo’, amigo de un amigo y hasta antes del viaje, apenas conocido mío. Pretendíamos usarla de casa móvil pero, como carecía del más mínimo acondicionamiento, fue imposible; terminamos refugiados en el casco abandonado de un rancho ganadero -ventanas sin vidrios, mosquiteros colgando a girones, herrería medio arrancada- entre enormes árboles de mango. Como buenos mexicanos habíamos salido tarde de León, el miércoles al oscurecer. No llegamos más allá de Lagos de Moreno; nuestro vehículo falló. La aventura comenzó por pasar la noche en la cuneta despachando entera la provisión de cerveza que debía durarnos hasta el Domingo de Resurrección. Fue un viaje iniciático pero, a pesar de la fecha, no en los misterios de la divinidad encarnada o la redención de la especie mediante el sacrificio del Mesías. Nos iniciábamos en ese otro ritual: salir de vacaciones en la Santa, a como dé lugar, pase lo que pase. Alcanzamos nuestro destino hasta el Viernes Santo, a las meras 3 de la tarde. La playa de Matanchén no podía estar más atestada. Quiso Dios que entre la multitud encontrara lo que había ido a buscar: la chispa de los ojos que habrían de cautivarme de por vida. La maniobra no fue fácil, unos chavos de Guadalajara ya estaban apuntándose con el grupo de primas.
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