jueves, 4 de marzo de 2010

Mínimo homenaje a Carlos Montemayor

Mínimo homenaje a Carlos Montemayor
Zapping Andrés Ramírez El Universal 03 de marzo de 2010



La primera vez que vi a Carlos Montemayor en la tv, en el noticiario de Joaquín López-Dóriga, pensé que conocía a ese hombre en carne propia, de viva voz.
¿Las personas cambian o la televisión los transforma? ¿Se adaptan a sus reglas no escritas? No en el caso de Carlos: ese día hablaba de las diferencias de los pueblos indígenas y hacía un llamado para respetar los Acuerdos de San Andrés. Más coherente no se podía ser.
El influjo de la pantalla chica debe ser inmenso: verse en medio del set, rodeado de un ejército de gente y de luces, con toda la atención sobre ti, tiene que ser un sueño grandilocuente hecho realidad. El sueño, extrapolemos, de un niño de seis años que demanda toda la atención. Pero el semblante de Montemayor era sereno, adusto, serio como era en la vida diaria. Hablaba con parsimonia, degustando las palabras. La elección de cada adjetivo o sustantivo era cuidadosa, saboreaba el lenguaje.
Así era: se expresaba con una morosidad y una solemnidad que desde el inicio era cautivante.
Recuerdo la vez que lo acompañé a la feria de libro que hace años intentaron hacer en el hipódromo, “El Festival de la palabra”. Estoy casi seguro que íbamos a presentar Las armas del alba, que habíamos editado en Joaquín Mortiz en ese 2003 y ahora se reeditó en Debolsillo en 2009. El trayecto era largo, pues había quedado de pasar por él a su casa en la colonia Centinela y de ahí debíamos ir hasta el hipódromo. Además de ser su editor, teníamos otro tema en común: el Centro Mexicano de Escritores, donde uno o dos años antes yo había sido becado y él era el tutor, con el poeta Alí Chumacero. Las reuniones en el Centro tenían la solemnidad que a él le gustaba imprimir a sus cosas: sus comentarios sobre la poesía o la narrativa estaban meditados y siempre eran cuidadosos con el joven autor que tenía delante. Sabía que una frase mal colocada podía destruir a un nuevo creador, así que lograba un excepcional equilibrio entre la severidad y la generosidad.
Rumbo al Festival, conversamos de literatura o política, su otra pasión. También comentamos la extrañeza de ir a una feria de libros en un barrio al que era casi imposible llegar sin un auto. Y donde la literatura que se consume por ahí, suponemos, es light o simple autoayuda, géneros lejanísimos de Las armas del alba, la novela que, casi estoy seguro, siempre quiso escribir, pues narra magistralmente el asalto al Cuartel Madera el 23 de septiembre de 1965, el primer acto guerrillero del México contemporáneo. La extrañeza de los dos creció al llegar al lugar: una feria ahí parecía forzada, era de otro espíritu al de los libros. No había gente: recorríamos los pasillos rodeados de stands y apenas se veían lectores buscando qué leer. La sensación que tenía era la de estar acompañando a un escritor del renacimiento en un pasillo industrial.
De regreso, me comentó que estaba ya escribiendo su nueva novela, La fuga (Fondo de Cultura Económica, 2007). Noté su emoción al contarme cómo había descubierto que ésa era la historia que quería narrar. Ya en División del Norte, a la altura de la colonia del Valle, me dijo “¿No se le antoja una cerveza?” “¿Dónde?”, alcancé a preguntar, pensando en si había una cantina o bar cercano. “Ahí, en esa tienda”, respondió señalando una abarrotería. Me detuve y bajamos. Pedimos dos cervezas y nos las bebimos de pie, a lado de la puerta, mirando la calle. Él pagó. No pude dejar de pensar que parecía que estuviéramos en algún poblado de la provincia mexicana y que sin duda eso era más auténtico que cualquier otra cosa.
Bebimos en silencio.
Esta imagen y la del hombre que vi muchas veces en la tv son las de un mismo hombre, cosa extraña hoy en día que se estila la automultiplicidad. La tv arrasa, la mayoría de las veces, con las inteligencias, cuando es que las hay. Con Carlos Montemayor fue todo lo contrario… pero la vida nos lo quitó quién sabe por qué oscuros motivos. Descanse en paz.

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