viernes, 2 de abril de 2010

El mundo feliz de los patrones

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Mauricio Merino El Universal 31 Marzo 2010
 
El mundo está dividido en dos clases sociales: el de las “chachas” y el de quienes las tienen. Porque de eso se trata: de tener servicio doméstico, como se tiene una lavadora (de dos patas, decía el inefable Vicente Fox) o como se tiene una licuadora o una tostadora de pan. Porque el trabajo doméstico alude mucho más a la posesión que al contrato y describe, a su vez, una posición social de dominio. Dime cuántas hay en tu casa y te diré quién eres.
Ayer fue el día internacional de las trabajadoras empleadas en labores domésticas y, gracias a esa conmemoración (literalmente: memoria o recuerdo que se hace de alguien), este diario publicó datos que espeluznan: según la encuesta de ocupación y empleo levantada por el INEGI en 2008, hay al menos 1 millón 816 mil trabajadoras del hogar —que es el nombre políticamente correcto que se estableció durante un Congreso celebrado en 1998, en Bogotá—, cifra que equivale a la de todos los oficinistas varones del país. Y más de medio millón de esas trabajadoras del hogar vive, o sobrevive, en las casas donde labora. Pero al formar parte del núcleo familiar, sus derechos no son iguales a los que detenta cualquier empleado en otros oficios.
De ahí que, bajo el argumento de que comparten el techo y los alimentos y se integran a la familia, las trabajadoras del hogar no tienen seguro social, ni protección médica; no tienen contratos estables, ni sindicatos, ni ayudas externas de ninguna índole y, por lo tanto, dependen de los humores de los patrones o las patronas, que pueden despedirlas por quítame estas pajas en cualquier momento y con total independencia de los años trabajados o de los servicios prestados. El trabajo doméstico, y especialmente el llamado trabajo de planta, es lo más parecido al esclavismo de nuestros días. Y no sólo por las condiciones laborales en las que ocurre, sino por el desinterés del que son objeto.
La gran mayoría son mujeres –solamente 226 mil varones se dedican al trabajo en el hogar— y su promedio de edad es de 38 años. De modo que a la discriminación laboral hay que añadir esa condición de género y, en muchísimos casos, la raza y hasta la ropa. No es difícil ver parejas que llevan a sus hijos al parque o a los restaurantes o a cualquier otro lugar público, acompañadas de esas jóvenes casi siempre morenas y vestidas con uniformes que las distinguen con claridad del resto de la familia, y que se sitúan como atentas vigilantes y servidoras solícitas de los niños mientras los señores disfrutan la tarde. He ahí la síntesis perfecta de la desigualdad y la dominación de unos sobre otros.
Tampoco es difícil escuchar argumentos que denigran de plano la inteligencia y las habilidades profesionales de ese grupo social. Abundan los que hablan de la falta de talento, de limpieza o de diligencia de esas trabajadoras. Para los grupos dominantes son tontas —porque no entienden las instrucciones—, son sucias —porque nunca limpian lo suficiente—, son flojas —porque no trabajan bastante— incluso son deshonestas. Sin distingos individuales, como si formaran un grupo social homogéneo, donde resultara imposible reconocer cualidades personales o méritos ganados a pulso. Tanto así, que incluso he escuchado de la existencia de pueblos enteros que ¨producen” trabajadoras domésticas nomás al nacer. Basta ir a ellos y comprarlas a buen precio.
En nuestro país hay signos de sobra para subrayar la desigualdad social. Pero uno de los más elocuentes está en ese grupo que forman las trabajadoras domésticas y sus patrones. Pero lo más grave son las razones que se utilizan para justificar las condiciones de vida de esas trabajadoras, que expresan un profundo desprecio por la clase social dominada. No se trata solamente de la optimización del beneficio personal de los más ricos ante la falta de una regulación adecuada y la carencia de las garantías que debería ofrecer el Estado. No es solamente una relación de trabajo, que auspicia con creces el deteriorado mercado laboral mexicano. Es algo más grave, que atañe al respeto que nos debemos como seres humanos que convivimos en el mismo país, más allá de las diferencias de ingreso.
Entre otras razones, es por ésta que albergo tantas dudas sobre la pertinencia de la reforma laboral que acaba de presentar el PAN y que defiende como cosa propia el secretario Javier Lozano. En ella no hay nada nuevo sobre el trabajo doméstico. Pero sí hay, la verdad, un tufillo de la lógica que hace la vista gorda sobre la situación de esas trabajadoras, en nombre de la flexibilidad que reclaman los patrones para invertir más y hacernos felices.
Profesor investigador del CIDE

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