miércoles, 10 de febrero de 2010

Calderón, al servicio del clero

Calderón, al servicio del clero

 La coacción civil no puede sustentar, con la fuerza y la opresión, al espíritu de Dios.
Juan José Espinoza de los Monteros

José Alfonso Suárez del Real y Aguilera Siempre 7 de febrero de 2009

En 1825, el Pensador mexicano, don Joaquín Fernández de Lizardi, en sus Conversaciones familiares del payo y el sacristán, expresó con toda sinceridad y crudeza el dilema al que se enfrentaba nuestra balbuciente república en su relación con el poder eclesiástico.
Con mucha visión, este precursor del Estado laico perfiló el dramático destino que le deparaba a la República si el vínculo colonial Iglesia-Estado se mantenía intocado.

Años más tarde, en el verano de 1833, bajo la conducción de don Valentín Gómez Farías, el liberalismo mexicano encontró las condiciones para impulsar una serie de audaces acciones que permitirían la construcción del Estado nacional independiente de injerencias clericales.
A esos vibrantes momentos históricos corresponde el legado del diputado Juan José Espinosa de los Monteros, quien en su disertación a favor de la abolición de las leyes que imponían la coacción para el cumplimiento de los votos monásticos, además de demostrar la “monstruosidad” que implicaba que la nación se mezclara “por leyes coactivas en actos que puramente tienden a la perfección espiritual de los ciudadanos y nacen de su libertad”, reconoció el carácter civil del contrato matrimonial.
En su argumentación, el legislador afirmó que el matrimonio es “un contrato civil como cualquier otro de la sociedad” y en razón de ello reconfirmó la potestad del Estado para “arreglar estos contratos en el modo que a la sociedad fuere más conveniente”.
Contemporáneo de Espinosa de los Monteros, José Ma. Luis Mora compartía el espíritu de laicidad que inspiró las acciones del gobierno de Gómez Farías, y junto a las acciones de desamortización, entendió la necesidad de separar los asuntos del “estado civil” de los ciudadanos del “poder extraño a la nación” que por centurias se posesionó de regularlo a través de los “sacramentos”.
La meta de los liberales de 1833 era —como la definió puntualmente don Jesús Reyes Heroles— “hacer civiles los actos del hombre, de la cuna a la tumba”, dejando la intervención de la Iglesia sujeta a la convicción individual.
La reacción clerical a tales postulados impulsó la rebelión de “religión y fueros”, que financió y bendijo el clero desde Puebla, para exigir la destitución del “hereje Gómez Farías y de su impía camarilla”, y el regreso de Santa Anna a la presidencia de la República.
Tocará a los Constituyentes de 1857 y al gobierno de don Benito Juárez, rescatar y enriquecer los aportes liberales del heroico gobierno de Gómez Farías, y consagrarlos de manera definitiva en aquella constitución fundacional y en la integración a ella de las Leyes de Reforma, principios que a su vez fueron incluidos en el texto de 1917 y cuya vigencia se mantiene inalterable.
No obstante ello, y a pesar de la puntual advertencia social y de diversos legisladores, el pasado 27 de enero, desde la capellanía de Los Pinos se instruyó al procurador Chávez Chávez traicionar los principios de laicidad del Estado mexicano y violentar la soberanía del Distrito Federal y con ello responder —más en carácter de acólito que de funcionario público— a la exigencia clerical de presentar ante la Corte, una acción de inconstitucionalidad en contra de la reforma al Código Civil del DF, a través de la cual se reconoce el derecho de personas del mismo sexo para establecer, en el ámbito del quehacer civil, un contrato matrimonial.
Pese a la clara admonición que desde 1833 se expresó en nuestro órgano legislativo, el poder clerical sigue sin entender que, desde el principio de los tiempos, el espíritu de Cristo no se sustenta por la fuerza y la opresión del poder civil, sino por el amor y el perdón que sus ministros deben practicar e inculcar entre sus fieles.

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