miércoles, 10 de febrero de 2010

¿A quién daña el Estado laico?

¿A quién daña el Estado laico?
Editorial Siempre 7 de febrero de 2009

El miércoles 3 de febrero la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados aprobó por 18 votos a favor del PRI, PRD, PT y PVEM la reforma al artículo 40 de la Carta Magna para ampliar y fortalecer la laicidad del Estado mexicano. La redacción aprobada agregó la palabra laica a la definición de la República que, además de representativa, democrática y federal, será laica.


El PAN, como era de esperarse, votó en contra y sustentó el sentido de su postura en la antirreligiosidad de la medida, en la falta de una definición clara sobre lo que es el Estado laico y en una serie de argumentos relacionados con una práctica parlamentaria deficiente y cargada de irregularidades.

Cabe destacar que los diputados de Acción Nacional se cuidaron en decir que su partido no estaba en contra del Estado laico, sin embargo, algunos de ellos utilizaban las mismas tesis del vocero del Arzobispado de México, Hugo Valdemar, para definir a su manera y conveniencia la laicidad y sostener que los liberales de hoy asumen posiciones arcaicas propias del siglo XIX.

Es decir, el discurso que utilizaron en su momento los amantes del libre mercado para defender la implantación en el país de una doctrina económica por demás injusta e inhumana, como es el neoliberalismo, y acusar a sus oponentes de trasnochados por defender el interés nacional, se traslada hoy al ámbito de la separación Estado-Iglesia para extender el poder fáctico —anticonstitucional— de la Iglesia católica.

Tanto la Iglesia como la derecha han tomado la decisión de recurrir a la confusión y a la manipulación conceptual, para convencer a la sociedad de que cualquier intento que se haga desde el Congreso para preservar y/o consolidar la laicidad del Estado mexicano, será para atentar contra los derechos humanos de los ministros de culto y la libertad religiosa.

Es decir, a la jerarquía de la Iglesia católica le sucede exactamente igual que a los partidos políticos: sólo está preocupada por incrementar su poder, sin importarle las consecuencias que puede tener para la nación el debilitamiento de un régimen jurídico que ha permitido con creces el respeto a la diversidad de creencias y convicciones religiosas.

Toda libertad para que sea libertad exige que se cumplan reglas y son estas reglas las que precisamente quiere romper la cúpula católica. Dice Valdemar que en México los ministros de culto no tienen las mismas libertades de expresión, de reunión, de manifestación pública que se consagran en la Constitución para todos los ciudadanos, y que eso no acontece en los países civilizados.

Y ahí radica una primera confusión porque ni un sacerdote, ni un jefe de Estado, ni un militar, son simples ciudadanos. Sus cargos los obligan a someterse a cierta conducta establecida por la ley, para no romper la estabilidad de un gobierno o régimen.

Lo cierto, no obstante, es que en las democracias avanzadas —léase Estados Unidos, Inglaterra, Alemania o Francia— no se ve a los cardenales u obispos intentando marcar, desde el púlpito, las pantallas o los micrófonos, políticas públicas o preferencias político-partidistas, como aquí ya ha comenzado a hacerse.

¿Libertad para qué?, habría que preguntar. ¿Para utilizar peregrinaciones a favor o en contra de un candidato a la Presidencia de la República? ¿Para presionar al gobierno a favor o en contra de alguna decisión económica, política o social que no convenga a la Iglesia católica? La democracia exige equilibrios y éstos se romperían si las leyes mexicanas llegaran a permitir que las iglesias tomen el lugar del poder civil, sustentado constitucionalmente en la soberanía popular.

La Iglesia católica mexicana no habla con franqueza. Lo que quiere es más poder. A sus más altos dignatarios se les nota esa ambición en todas y cada una de sus debilidades humanas. Ni son ejemplo de humildad, ni son ejemplo de sobriedad. Si su preocupación fuera, como acostumbran decir, misionera, no estarían pasando, como hoy ocurre y como consecuencia de su desviación doctrinal, por una de las etapas de mayor desprestigio y falta de credibilidad.

Recientemente apareció en Milenio Diario una encuesta de María de las Heras sobre la falta de credibilidad que tienen las diferentes figuras nacionales. De acuerdo al sondeo, al cardenal Norberto Rivera sólo le cree el 15 por ciento de los encuestados, el 31 por ciento lo escucha con ciertas reservas y el 45 por ciento de plano no le cree. El Episcopado aducirá que es una muestra manipulada aplicada a un grupo de abortistas, por lo que carece de validez. Una actitud menos soberbia y más inteligente llevaría a la jerarquía eclesiástica a corregir su papel ante la doctrina original del cristianismo, su feligresía y la sociedad.

Cabe mencionar que a nadie conviene el debilitamiento de una Iglesia tan influyente como la católica. El resquebrajamiento de su imagen y autoridad moral ha contribuido a acrecentar la crisis de valores que hoy sufre la sociedad en general. Debe subrayarse, empero, que los únicos responsables de ese debilitamiento son quienes forman parte de ella y no quienes —por razones de democracia, igualdad, tolerancia y paz— buscan el fortalecimiento del Estado laico.

Cuando los principales promotores del neoliberalismo —de esa doctrina económica calificada por el papa Juan Pablo II como una forma de capitalismo salvaje— quisieron imponer su verdad, dijeron que era necesario redefinir el concepto de soberanía, porque la globalización había borrado las fronteras. Así hoy la derecha y la Iglesia católica piden redefinir el Estado laico para ajustarlo a su intereses expansionistas.

Las democracias modernas —a las que recurre Valdemar— no tienen duda sobre lo que significa el Estado laico. Lo traducen como la separación Estado-Iglesia. Como la autonomía de lo político frente a lo religioso. Como un tipo de régimen donde la legitimidad del poder público proviene de la soberanía y voluntad popular y NO de la religión, requisito fundamental para garantizar la igualdad de todas las creencias o convicciones filosóficas frente a la ley. Más aún, para preservar la paz.

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