jueves, 11 de marzo de 2010

Sin ética, sin referencias, sin acuerdos

Sin ética, sin referencias, sin acuerdos
Mauricio Merino El Universal 10 de marzo de 2010


Si las instituciones no funcionan y los políticos se corrompen y se esconden; si las reglas creadas para corregir los comportamientos dolosos son inoperantes; si todo acaba dependiendo, acaso, del compromiso ético individual de cada funcionario público; si denunciar delitos o faltas administrativas produce costos y riesgos cada vez más altos, y los ciudadanos están cada vez más indefensos; si los líderes se cubren a sí mismos y la gente se refugia en su vida íntima, ¿cómo vamos a consolidar la democracia?
El listado de los despropósitos que se van sumando cada día es tan largo, que resulta imposible ignorar la profunda degradación en la que estamos. Pero tampoco sirve de nada confundir la conciencia con la resignación, ni el solo reclamo público con la satisfacción de esa conciencia. Dos posturas típicas de los días que corren y que me resultan francamente lamentables: una consiste en la racionalización fría y omnicomprensiva de todo lo que pasa alrededor, a partir de la doble tesis del máximo beneficio individual y del oportunismo. Se trata de la respuesta del científico social (¡dadme un modelo y moveré al mundo!), que anticipa con media sonrisa todas las respuestas. Son los que dicen, por ejemplo: ¿pero hay alguien aquí capaz de creer que los partidos no estarán dispuestos a traicionarse mutuamente, con tal de ganar votos? ¿Alguien que suponga que los funcionarios no aprovecharán su puesto para obtener beneficios personales? ¿Alguien que imagine que los ciudadanos no estarán dispuestos a vender su voto a cambio de una buena suma de dinero? Todo se explica por el egoísmo racional y calculado, hasta el punto de confundir el modelo con una pauta de conducta para concluir, al final del día, que todos preferirán la plata frente al plomo, según la clásica fórmula de la delincuencia organizada.
La otra actitud consiste en reírse —a carcajadas, incluso— cuando alguien describe otra prueba de la corrupción, del cinismo o de la falta de responsabilidad de quienes actúan a nombre y con los recursos de los otros. He estado en reuniones donde eso ocurre. Alguien dice, por ejemplo: ¿Vieron la respuesta de Molinar ante el informe de los magistrados? Y todos los demás se ríen. O alguien dice: ¿Vieron que Nava siempre sí firmó un pacto escrito con el PRI? ¿Vieron lo que dijeron Gómez Mont y Beatriz Paredes? Mientras los demás responden con una carcajada. Los ejemplos hilarantes de ese tipo pueden (y suelen) multiplicarse hasta la náusea, seguidos a veces de anuncios e invitaciones a participar en seminarios, mesas redondas y/o talleres donde compartir muchos más de esos ejemplos. Pero a mí me cuesta mucho seguir la lógica de ese humor dizque social, que en el fondo parece complacido con la mala leche ajena, pues distingue, justifica y premia a la buena conciencia de los interlocutores. Y quizás sea cierto, aunque con frecuencia me pregunto qué harían ellos si tuvieran el poder.
Sin embargo, mi punto es que la ineficacia de las instituciones que tenemos —las reglas formales, las leyes y los organismos públicos— no sólo es equivalente a la brevísima estatura de los políticos que nos gobiernan, sino a la incapacidad que hemos tenido todos los demás para construir una agenda ética coherente con la democracia y para pugnar por ella. Sostengo que ninguna transición exitosa —de ninguna época— ha logrado consolidar la democracia sin una base ética. Y sostengo también que ni la resignación racionalista de los científicos sociales —que no de todos—, ni la asamblea de las conciencias de la sociedad civil organizada está contribuyendo a construirla. Sospecho que ni siquiera lo reconocerían: unos se sienten complacidos con su capacidad de predicción; y los otros se aplauden a sí mismos con cada nuevo desplegado.
No obstante, debería ser evidente que pactar votos antes de las elecciones es inaceptable; debería saltar a la vista que los partidos existen para defender programas de gobierno y no sólo clientelas y recursos; debería ser obvio que los funcionarios públicos deben hacerse responsables por los efectos de sus decisiones; debería ser clarísimo que los consensos constitucionales sólo son deseables para ampliar el espacio público, la responsabilidad, la transparencia y la participación. Debería ser indiscutible que los ciudadanos no pueden seguir al margen de la guerra entre las fuerzas armadas y la delincuencia organizada; etc.
Pero nada de eso cae por su propio peso ético —como muchas otras decisiones derivadas de nuestro régimen actual— porque no estamos de acuerdo en los valores compartidos. Todavía no sabemos de qué se trata la vida democrática y por eso la reinterpretamos cada día, como sea y desde cualquier mirada. Una verdadera lástima.
Profesor investigador del CIDE

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