lunes, 8 de febrero de 2010

Actos de presencia en el lugar de los hechos

Actos de presencia en el lugar de los hechos
MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA a.m.com.mx 7 Febrero 2010

Horas después de que extensas zonas de Michoacán y del estado de México fueron sorprendidas por inundaciones que provocaron la muerte de por lo menos 16 personas en el oriente michoacano, el presidente Felipe Calderón acudió el viernes al lugar de los hechos. Fue a imponerse directamente de la magnitud de la tragedia, a supervisar cuanto se haga por remediar la desgracia y, sobre todo, a hacer acto de presencia, pues ya se sabe que la población en infortunio reclama auxilios materiales pero también señales de solidaridad de quienes pueden ayudarla. Lo mismo hizo enseguida en el valle de Chalco, comarca oriental del estado de México. Su reacción ante la tragedia es digna de reconocimiento, aunque fuera obligada.

En cambio, Calderón se ha abstenido de viajar a Ciudad Juárez. Pocas veces lo ha hecho a lo largo de su mandato que dura ya 38 meses. El mandatario, que a últimas fechas insiste en lo debido que es oír a los ciudadanos –al punto de que en torno de la reforma política su gobierno ha abierto ex profeso una página de Internet— ha sido sordo al clamor de juarenses organizados porque se presente allí. Debió hacerlo, a mi juicio, tan pronto retornó de Tokio, al cabo de una gira que lo mantuvo fuera de México la semana durante la cual fueron asesinados quince muchachos en una fiesta en aquella ciudad fronteriza. Debió haber ido inmediatamente después a ofrecer su condolencia a los deudos de las víctimas y a recibir el parte de guerra, como comandante supremo del Ejército, y jefe de los jefes de la Policía federal y anunciar las medidas con que se propone conseguir, ahora sí, la eficacia contra la violencia organizada que hasta el momento ha fallado ostensible, lamentable y peligrosamente.
Era adivinable que Calderón viajara rápidamente a Michoacán. Es un visitante asiduo a su estado natal, donde ha estado más de una docena de veces durante su trienio. Dadas las tensas relaciones que su gobierno mantiene con el gobernador Leonel Godoy, estiradas una vez más por el amago del secretario de Gobernación de que los funcionarios y alcaldes liberados tras ocho meses de prisión pueden ser reaprehendidos porque no se ha declarado su inocencia, hubiera sido reprochable su ausencia ante los devastadores anegamientos de Tuxpan, Angangueo y Ocampo. Si bien faltó en su breve visita el toque humano de compartir con las familias que perdieron seres queridos un momento de duelo y reflexión, su acto de presencia sirvió para mostrar que se gobierna no únicamente desde el escritorio sino en comunicación directa con los gobernados.
Eso esperan todavía los juarenses. Ya ha estado allí, pero pocas veces. Dos únicamente, según recuerdan los que dicen que no suman más de noventa minutos sus estancias en ese lugar. Se exagera el dato. Sólo el 22 de julio de 2008 permaneció seis horas y media en Ciudad Juárez. Ciertamente, aunque abordó en sus discursos la situación riesgosa de aquella frontera, se limitó a visitar fábricas, como Electrolux y Bombardier. En esta empresa, productora de locomotoras, vagones de ferrocarril y otros vehículos, montó una cuatrimoto. Acaso como símbolo de su estrategia contra la inseguridad, no pudo echar a andar el cochecito. El incidente provocó risas, incluidas la suya propia. Pero la ineficacia de su política contra la criminalidad no es para reir, sino para llorar y experimentar indignación y temor, y las organizaciones juarenses que lo echan de menos piensan que debe dar la cara ante las insuficiencias de los efectivos bajo su mando.
No debe ser sencillo planear una visita presidencial a una ciudad de seguridad tan frágil como Ciudad Juárez, en este momento en particular. Los desplazamientos presidenciales van precedidos y acompañados por un enorme aparato de resguardo y protección. Siempre lo ha habido, aunque no en la medida del actual. El Estado Mayor Presidencial ha de ser renuente a una movilización de esta índole en una ciudad donde campea la sensación de inseguridad y se establecería, por ende, un rudo contraste con la indefensión ciudadana. Con todo, si ya ha estado allí, el Presidente podría decidir que el lanzamiento de la estrategia integral que ha anunciado tras la matanza del 31 de enero se haga sobre el terreno, en el teatro de los acontecimientos. Con mayor razón debería ser así por el carácter de esa estrategia que, en las propias palabras presidenciales, “no será impuesta desde el centro sino propuesta y dialogada con la sociedad juarenses, e implementada de la mano con los juarenses”. No ganarían credibilidad las medidas de ese modo anunciadas si se las presenta fuera, al margen de los derechos y los intereses que se busca resguardar.
Apenas a mediados de enero se había replanteado la estrategia vigente a lo largo de casi todo 2009, notoriamente fallida como lo muestra la cifra de 2,635 muertos en esa ciudad en sólo ese año. Se anunció entonces el retiro de 1,200 militares que apoyaban a la policía municipal en sus labores de vigilancia y patrullaje, pero se mantuvieron los cinco mil efectivos castrenses en el combate contra el crimen organizado. La novedad posible en el nuevo enfoque esbozado por el Presidente es que no contendrá sólo medidas de seguridad pública y procuración de justicia, de índole preventiva y persecutoria sino una activa política social que incluya de modo preferente el combate a las adicciones y la atención a los jóvenes, a los que ahora en cambio se hostiga y orilla a la delincuencia.
El nuevo enfoque deberá abandonar la complacencia gubernamental, compartida por desgracia por segmentos de la sociedad, ante las matanzas entre bandas. La mayor parte de los 16 mil muertos con violencia en todo el país desde que comenzó la guerra contra la delincuencia organizada eran, presumiblemente, bandoleros que perecieron en escaramuzas por el control de rutas y territorios o por hacer prevalecer las reglas del comercio de drogas. Autoridades y sus voceros en los medios se ufanan de que así ocurra; tales ajustes de cuentas, aseguran, son muestra de la eficacia del combate oficial, pues el achicamiento de las zonas de acción, la menor libertad de movimientos de las bandas las conduce a pelear entre sí. Por lo tanto, esos homicidios, que benefician a la sociedad porque le aligeran la presencia de elementos nocivos, son pasados por alto. Casi no se inician averiguaciones por esos crímenes, y las que comienzan no acaban. Esos muertos no importan. En esa lógica, casi habría que aplaudir a los matones, porque limpian de escoria a la sociedad.
De esa convicción partió el primer impulso de las autoridades ante la matanza de los jóvenes en Villas de Salvarcar. Fue inicialmente presentado como un enfrentamiento entre pandillas, para que el público se desentendiera de él. De la versión se hizo vocero el propio Presidente, que luego rectificó ante la evidencia de que las víctimas eran muchachos ajenos a las bandas, y trocaron su discurso evitando el sencillo expediente de criminalizar a las víctimas. Pero todavía la procuradora de justicia de Chihuahua, Patricia González, se aferra a la fácil hipótesis inicial: algún adulto habría entre los jóvenes inocentes que atrajo la agresión por su nexos con el delito. Si no se deja de argumentar en tal sentido las autoridades tendrían que reconocer que la impunidad que proveen a los casi plausibles asesinatos es fuente de violencia que ataca fuera de los marcos del crimen organizado, a la gente común y que por lo mismo debe ser encarada como lo que es, quebranto de la garantía de seguridad que debe ofrecer el Estado y no agradecible limpieza social.
El Consejo Coordinador Empresarial de Ciudad Juárez, al tiempo de reclamar la presencia presidencial ha propuesto declarar en esa ciudad el estado de excepción. Otros sectores anhelan la presencia de los cascos azules de la ONU. Se comprende claramente la búsqueda de mecanismos extremos ante la ineficacia militar y policiaca y, más todavía, frente a su arbitrariedad y aun vesania: cuatro muchachos, vecinos de las víctimas fueron llamados a atestiguar ante el ministerio público. Pero los levantaron agentes encapuchados que lo mismo hubieran podido aniquilarlos, sin explicar la causa de su captura.
Se comprende, insisto, que en ese clima se busque cualquier solución. Suspender garantías, sin embargo, sería un remedio mucho peor que la gravísima enfermedad.

El pasado presente.-

En las primeras horas del seis de febrero de 2000 –ayer se cumplieron diez años del suceso—tropas de la Policía Federal Preventiva entraron a la Ciudad Universitaria de la capital mexicana, recinto principal de la Universidad Nacional Autónoma de México, aprehendieron a cientos de desprevenidos activistas y pusieron de ese modo fin a la huelga más prolongada en la historia de la enseñanza superior en nuestro país. Una década más tarde, el acontecimiento fue recordado por unos cuantos estudiantes (que de seguro cursaban la escuela primaria en aquel momento) y por sólo un puñado de los dirigentes del Consejo general de huelga.
En marzo de 1999 el rector Francisco Barnés de Castro propuso establecer nuevas cuotas para el ingreso y la permanencia de los estudiantes de la UNAM. El tema era tan sensible que en 1989 un esbozo semejante había originado una suspensión de clases que el rector Jorge Carpízo enfrentó dejando sin efecto su propuesta. El plan de Barnés, que había sido elegido en 1997, tras los ocho años del rectorado de José Sarukhán, era muy flexible. Se basaba en dos supuestos: que pagara mayores colegiaturas quien podía hacerlo y que nadie fuera excluido de la Universidad por no cubrir las cuotas. A pesar de que se probó lo que era evidente: que la mayor parte de los estudiantes universitarios pertenecían a una clase media que había pagado la enseñanza secundaria o el bachillerato de sus hijos en escuelas privadas mucho más caras, la medida fue rechazada y asumida como un primer paso hacia la privatización de la enseñanza superior.
Aunque finalmente el rector Barnés retiró ante el consejo universitario su propuesta, el sector radical del movimiento estudiantil generado por la medida cerró las instalaciones universitarias en abril de 1999, no obstante que era notoria la reticencia de la mayor parte de la comunidad estudiantil a suspender labores. El Consejo general de huelga impuso sus decisiones y la UNAM entró en la inactividad.
Después del pasmo inicial se intentaron varias fórmulas para hacer que la huelga concluyera. No faltaron los partidarios de la acción directa que, sobre todo en facultades como las de derecho e ingeniería, que a lo largo del tiempo han albergado segmentos de estudiantes de extrema derecha, pretendieron romper la huelga por la fuerza. Se acudió también al prestigio de un grupo de profesores e investigadores eméritos que formularon un plan de retorno que fue rechazado por los huelguistas, a la mayor parte de los cuales no les decía nada el gran trayecto intelectual y académico de los maestros que pretendían de ese modo contribuir a resolver el grave problema que día con día se agravaba. En efecto, la suspensión de actividades docentes que ya era importante de suyo, era apenas un aspecto de la inactividad universitaria. En sus laboratorios y talleres se perdía la capacidad de experimentación que había costado mucho trabajo acumular. El deterioro físico de las instalaciones era un reclamo cotidiano para que el trabajo se reanudara. Y sin embargo corrieron los días, las semanas y los meses sin que el conflicto saliera de su empantanamiento.
Para contribuir a que esa situación cesara, el rector Barnés renunció a su cargo y la Junta de gobierno, que aceptó su dimisión, se apresuró a nombrar rector al doctor Juan Ramón de la Fuente, que había dirigido la Facultad de Medicina y era a la hora de su nombramiento, noviembre de 1999, secretario de Salud en el gobierno del presidente Zedillo.
Sin reparar en los antecedentes universitarios del nuevo rector, el CGH repudió su nombramiento como una agresión a la autonomía universitaria, un acto de injerencia del gobierno en la vida de la UNAM, Y aunque aceptó dialogar con él, transcurrieron todavía más de dos meses, diciembre de 1999 y enero de 2000, para que el conflicto se encauzara hacia su solución. Como un medio extremo de apresurarla, la UNAM reclamó la presencia policiaca, que se materializó el seis de febrero, hace diez años. No era la primera vez que la policía entraba en los recintos universitarios. Sin contar los turbulentos días de 1929, 1948 y 1968 en que autoridades policíacas o militares atacaron a estudiantes en sus recintos, apenas en 1977 se había producido una ocupación gubernamental de la Ciudad Universitaria. Al mando del general Arturo Durazo, director de la policía metropolitana en aquel entonces, la fuerza pública puso fin a una huelga de trabajadores, cuando se regateaba a estos el derecho de asociación, de formar sindicatos.
Ya una vez en la Torre de la Rectoría, De la Fuente emprendió una vasta labor restauradora que diez años después, bajo otro rector, José Narro Robles, ha llevado a la UNAM a un sitio de privilegio. L afecta, sin embargo la falta de un movimiento estudiantil organizado, que es propio de la edad y condición de quienes participan en la enseñanza superior.

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