sábado, 6 de marzo de 2010

El Derecho de lo común

Puerto Rico
El Derecho de lo común
Carlos Rivera Lugo Rebelión 03-febrero-2010

Todo encantamiento ha terminado: con ello el reino de la posibilidad reside por entero en nuestras comunes y potentes manos. Antonio Negri, Fin de siglo
La ley ha muerto. La han matado sus guardianes. Impera el hecho de fuerza como nuevo criterio de legitimidad en el Derecho de estos tiempos aciagos. Might makes right. La guerra, la lucha de clases y los actos políticos se han convertido en las nuevas fuentes constitutivas del orden normativo realmente existente. El Estado de Derecho ha quedado supeditado, ya sin muchos tapujos, al Estado de hecho. Y el hecho que expresa ese nuevo orden es, sin mayor maquillaje, el de la regla perentoria del capital: el poder de la propiedad privada concentrada en las manos de una minoría.
Si el liberalismo pretendió inscribir, al menos formalmente, sus fines dentro de un Estado de Derecho que crecientemente se fue socializando bajo el llamado Estado benefactor, el neoliberalismo procuró reconquistar el poder crudo y salvaje de antaño para la clase capitalista y sus adláteres políticos. Para ello ha convertido las instancias ejecutivas, legislativas y judiciales de la gobernabilidad contemporánea en órganos directos de la economía, es decir, en dispositivos activos del poder del capital, desprovistos de las mediaciones tras las cuales éste agenciaba en el pasado sus beneficios privativos de siempre.
El (des)orden económico-jurídico
Es lo que ese visionario pensador llamado Carlos Marx presagió como la subsunción o colonización de la vida toda bajo los dictados del capital. Lo jurídico queda así absorbido en lo económico. Mucho más que en el pasado, habría que hablar hoy de un orden normativo de índole económico-jurídico fundado en las relaciones sociales y de poder prevalecientes. Bajo éste, el capital funciona como forma de control a partir del cual prescribe normas y leyes para que sirvan de marco estructurante de la vida social, impregnado de jerarquizaciones y exclusiones que se nos venden a diestra y siniestra como necesarias.
En Puerto Rico, un golpe imperial se encargó de fabricar a la fuerza la constitución de un gobierno colonial más afín a consideraciones de seguridad nacional, entre otras. Entretanto, sin empacho alguno, un oscuro funcionario del Ejecutivo colonial le aseguró a un cónclave de empresarios que el gobierno es suyo. No debe tomarnos por sorpresa los matices neoliberales de la nueva administración colonial, sabiendo del compromiso privilegiado con el capital que, en lo esencial, ha demostrado la actual administración imperial de Barack Obama.
Incluso, siempre se ha pregonado que el Tribunal Supremo de Puerto Rico es el intérprete último de la Constitución y las leyes y que, por lo tanto, éstas son lo que sus jueces dicen que son. De ahí que no nos debe asombrar que, luego del cambio habido en la situación de fuerzas al interior de dicho foro judicial, la nueva mayoría, ideológicamente motivada, manifieste su abierta proclividad a desechar el derecho precedente a favor de la agenda política de la actual administración colonial.
Y por si el drama nuestro no fuese ya lo suficientemente tétrico, la Asamblea Legislativa de Puerta de Tierra, crecientemente lumpenizada en su composición y fines, ha puesto en marcha un proceso arbitrario y atropellado para colocar fuera de la ley a aquellas instituciones y sectores de la sociedad que se les pueda oponer. De allí la ilegalización del Colegio de Abogados de Puerto Rico, uno de los principales foros de defensa de los derechos civiles de todos los puertorriqueños.
Pero, es que también la ley ha sido despedida. Constituye la víctima más notoria del afán privatizador que anima la nueva administración colonial. Del imperio de la ley hemos pasado de golpe y porrazo al imperio de los dictados de la alianza público-privada de turno, la cual pretende gobernar, con poderes plenarios, sobre el pueblo. Lo público dejó hace tiempo de diferenciarse de lo privado. El maridaje entre ambos se ha consumado.
El Estado está históricamente en declive y junto a ello su monopolio extraordinario sobre la decisión política y jurídica. Más propiamente estamos hablando de una forma históricamente determinada de éste: el Estado como gobernabilidad partidista al servicio del capital.
Hay que morir para la ley torcida del capital
Se hace cuestión de vida o muerte hallar las nuevas formas que asumen tanto lo político como lo jurídico en este nuevo contexto. Si hemos de invertir el actual desvarío alienante de valores, mercantilizados hasta más no poder, y detener la presente marcha hacia el caos, hay que deconstruir, para aniquilar, el concepto mismo de la ley con la que el orden civilizatorio actual forcejea desde la Antigüedad greco-romana.
En particular, hay que encarar definitivamente esa condición paradójica de la que siempre ha vivido el Derecho: habitando a la misma vez dentro como fuera de la ley, sujeto a los rigores de lo pre-ordenado así como a las contingencias de la vida, objeto de las determinaciones tanto de la necesidad como de la libertad. Y en ese afán, siempre ha estado presente la sospecha, cuando no el convencimiento, de que el corazón del Derecho está realmente afuera de las leyes, por lo menos en cuanto a su fin primordial: la potenciación de la justicia.
Uno que logró comprender este carácter torcido de la ley fue Pablo de Tarso. De ahí que Federico Nietzsche lo describiese como el gran “aniquilador de la ley”.
Según Pablo hay que morir para la ley, pues en ésta es que se encarna formalmente el mal. "Yo no he conocido el pecado sino por la ley", confiesa en su Carta a los Romanos. La ley formal nos criminaliza en su vocación justificadora de un modo de vida dedicado a la acumulación privada de riquezas materiales y a la reproducción de un poder opresivo. Es por ello que hay que transgredirla y abolirla, para vivir no a partir de sus mandatos, resultantes de un poder externo y ajeno, sino que a partir de ese impulso espontaneo “inscrito en nuestros corazones”. Es éste el que nos anima a obrar conforme a los valores supremos del amor al otro como a uno mismo, como medida señera de lo justo.
Existen, según Pablo, dos legalidades o concepciones del Derecho: la formal, aquella que se circunscribe al mal tipificado en la ley; y aquel cuyo fundamento es sustantivo, es decir, ético: el bien común y el amor. Para esta última, la justicia es tomada como norma.  El Derecho tiene así su nuevo fundamento en el summum bonum, es decir, el sumo bien que no es otro que el común. Su fuente material es la comunidad hecha alianza material entre iguales.
En ese sentido, el orden normativo no tiene su raíz en el imperio formal de la ley ni en el mandato de los poderes establecidos, sino en esa otra norma superior, autodeterminada e inmanente, que surge de nosotros mismos, como comunidad. El genial filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau se inspiró en el ejemplo paulino: para vivir según la ley del corazón, como expresión de una voluntad general o común, hay que morir para la ley torcida de la propiedad privada, corrompida de raíz como representación de una voluntad particular excluyente.
La genialidad de Marx fue identificar el nudo problemático que explica la persistencia, a través de la historia, de la guerra de unos contra otros: la ausencia de lo común. El movimiento real que niega y supera ese estado de cosas está apuntalado en esa búsqueda por volver, normativamente hablando, a ese umbral históricamente perdido de asociación humana centrado en lo común. Potenciado hoy por el desarrollo de unas condiciones materiales superiores, constituye la condición indispensable para la plena realización de la condición humana. En esa misma línea, Marx identifica la tendencia histórica hacia una forma alternativa del Estado ya atisbado en las tesis paulinas y rousseaunianas: la encarnación definitiva de éste en la comunidad.
El Derecho vivo del pueblo
Ante la debacle del Estado actual como principal fuente productora de un Derecho que se conforme a las expectativas del pueblo, se ha propiciado otra tendencia histórica: la progresiva socialización de los procesos de producción normativa. Fruto de una multiplicidad de experiencias comunes, el pueblo surge como creador primordial del Derecho. El ciudadano y la comunidad, por necesidad, se han tenido que hacer administradores, legisladores y jueces en la gobernanza de su modo de vida inmediata.
Parafraseando a ese genial sociólogo jurídico, el austriaco Eugen Ehrlich, es el Derecho vivo del pueblo que se va liberando de las cadenas del Derecho estatal para trascender el Derecho muerto de éste: el de los textos de las leyes, los códigos, los reglamentos, las órdenes ejecutivas y las decisiones judiciales, así como las prácticas institucionales que las prescriben. El Derecho estatal crecientemente es desplazado hacia la periferia de la vida social, económica y política. En su lugar, se van constituyendo como nuevo centro de gravedad del Derecho aquellas fuentes materiales más ricas, pertinentes y esperanzadoras como lo son, precisamente, las experiencias de lo común. Son nuestras luchas, pero también nuestras construcciones; es aquello que apalabramos, así como nuestros saberes; son nuestras riquezas naturales; es la autodeterminación y la soberanía como la gobernanza de todos, por todos y para todos. Lo común es nuestro modo históricamente determinado de estar juntos y cooperar los unos con los otros en torno a fines consensuados. Lo común se realiza en la socialización cabal de su gestión y producto. Lo común se encarna en todos y todas. Lo común es de todos y todas.
Lo que justamente hace que lo común se vaya afincando progresivamente como eje de este Derecho vivo es su condición como expresión de la vida misma. En ese sentido, es menester recordar que el Derecho no tiene vida propia, sino que emana siempre de los hechos y los actos reiterados, generalmente no escritos, del pueblo. Y en estos tiempos, ante las complejidades propias de la sociedad contemporánea, habría que reconocer además el carácter plural de ese sistema normativo, procedente de una diversidad de espacios y producto de múltiples actores sociales.
Es en ese contexto de producción normativa societal más amplia que hay que comprender hechos como la lucha en Vieques; las múltiples expresiones de lucha contra los despidos masivos en el gobierno y la entrega de bienes públicos y comunes a intereses privados; los rescates de tierras; los movimientos de protección o rescate de nuestros recursos naturales, incluyendo los accesos a las playas; el apoderamiento democrático de nuestras comunidades en torno a sus procesos de organización social, incluyendo la constitución de centros comunitarios de mediación para solucionar sus propios conflictos; la organización de proyectos económicos autogestionados o cooperativos; el magno proyecto de economía autosustentable que se aspira promover en torno al Puerto de las Américas “Rafael Cordero Santiago”, en Ponce; las luchas de los estudiantes por decidir sobre las condiciones de sus propios procesos educativos; y el compromiso de la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, con la formación de una nueva generación de juristas como facilitadores de ese nuevo Derecho societal.
Los frecuentes actos rebeldes de un Tito Kayak están revestidos de mayor potencia normativa que los del Presidente del Senado. El dictamen del Tribunal del Pueblo, en el caso de Paseo Caribe, posee una mayor legitimidad que la sentencia emitida al respecto por el Tribunal Supremo. Asimismo, el huevo lanzado en protesta contra el gobernador colonial por un ciudadano que se describió a sí mismo como un “tipo común”, vale más que el voto perdido y devaluado que depositó engañado hace apenas un año en la urna.
Un pluralismo jurídico radicalmente democrático
La emergencia de estas luchas constitutivas de lo común ha estado avalada por las nuevas tendencias de la producción social, con sus consiguientes subjetividades autónomas potenciadas por una fuerza de trabajo revalorizada a partir del peso estratégico adquirido por el saber en estos tiempos. Según el filósofo político italiano Antonio Negri, la subsunción real de la vida toda bajo los dictados del capital podrá haber producido en lo inmediato una concentración escandalosa de riqueza en las manos de pocos pero, a su vez, ha potenciado la semilla para su contestación y superación en las manos de los más.
La sociedad toda se ha constituido en sede paradigmática no sólo de la producción social, sino que también de múltiples resistencias. Prolifera, como resultado, una producción normativa alternativa como expresión de la carga propositiva y no meramente contestataria de éstas. Esta socialización del proceso de producción normativa está acompañada por una multiplicación exponencial de actos constitutivos de lo político y lo jurídico más allá e independiente del Estado y de los partidos.
Se diseminan fácticamente por doquier los focos de producción normativa. La decisión soberana del pueblo, como expresión de su poder constituyente, ya no necesita del Derecho preexistente ni del Estado colonial-capitalista para crear otro Derecho. Así las cosas, como bien nos advierte Giorgio Agamben, la era actual se nos presenta cada vez más como una verdadera “guerra civil legal”, es decir, una lucha campal por el corazón mismo del Derecho en nuestra sociedad.
Estamos en plena transición hacia un pluralismo jurídico radicalmente democrático representado por el abandono progresivo de una concepción del Derecho centrada en la forma-Estado y el surgimiento de un nuevo paradigma centrado en la forma-comunidad. Se trata de otro modo de lo normativo apuntalado en lo común. A partir de éste, el Derecho ya no habitará tanto en la forma de la ley como en la sustancia del fin ético común que le sirve de fundamento y le legitima.
En fin, a ley muerta, justicia puesta. He ahí el reto intelectual y práctico del Derecho en la sociedad contemporánea.
* El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño “Claridad”.

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