jueves, 1 de abril de 2010

¿Excomunión de la iglesia?

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José Carreño Carlón El Universal 31 Marzo 2010
 
La comunicación en que se ha extraviado el Papa Benedicto XVI lo ha llevado a cerrarse a las exigencias de la comunicación contemporánea. Ello podría conducir al aislamiento o a la marginación del Vaticano respecto de la nueva esfera pública global. Y podría también llevar al fin de la Iglesia como institución significativa en la sociedad mundial y en las comunidades nacionales.
En los términos de la etimología y la doctrina, comunión significa comunicación. Por ello la pena mayor que impone la Iglesia es la excomunión. Excomulga o pone fuera de la comunicación al réprobo y lo condena al aislamiento, al silencio, a la irrelevancia.
Y al reconocer en su mensaje del pasado Domingo de Ramos la existencia de una opinión dominante que le es adversa en el mundo, y al declararle la guerra, descalificarla e identificarla como charlatanerías o murmuraciones, el Papa Benedicto podría estar poniendo a la Iglesia al margen de la comunicación con el mundo. Sí. Podría estar condenando a esa Iglesia a la excomunión, a la marginación respecto de esa nueva esfera pública planetaria. Y todo con tal de no someter a la organización a la supervisión, al escrutinio, a la rendición de cuentas a un sistema de comunicación pública universal que se activa a cada mal paso de las instituciones o los poderes.
Parecería que esta primera década del siglo XXI sorprende a una Iglesia habituada en los 20 siglos anteriores a excomulgar al réprobo, pero que ahora, antes que rendir cuentas de sus propias faltas, parecería optar por excomulgarse a sí misma frente a las normas de vigilancia a los poderes y las instituciones que impuso la era de la información en la sociedad global.
Extravagancia
Y en este sentido las palabras del Papa estarían expresando ese impulso extravagante de incomunicar o desconectar a la Iglesia de una opinión pública mundial que en todas partes seguirá insistiendo en vigilar a esa Iglesia con la misma severidad con que vigila a todas las instituciones y poderes.
Su antecesor Juan Pablo II no sólo supo poner ese sistema de comunicación mundial al servicio de su proyecto político y en contra de sus adversarios ideológicos y teológicos, sino también a favor del encubrimiento de sus leales.
Como heredero de ese esquema de comunicación, pero sin las habilidades de Juan Pablo, Benedicto transitó sus primeros años sin más crisis que las que le producían a la Iglesia la exhumación de los expedientes de abusos sexuales que habían sido encubiertos por el papado anterior, del que el propio Benedicto formaba parte destacada. Pero la crisis mayor sobrevino a raíz de que el actual pontífice, con todas sus tibiezas, empezó sin embargo a poner fin a la impunidad de aquellos religiosos acusados de abusos sexuales y que habían sido encubiertos por su antecesor.
El manto encubridor
El problema fue que mientras su antecesor logró mantener los escándalos en la periferia lo mismo en EU, Alemania e Italia, que en Irlanda y México, la acusación de encubrimiento enderezada contra Benedicto —porque como cardenal y arzobispo no actuó ante las acusaciones contra los depredadores sexuales— da en el corazón mismo del gobierno de la Iglesia, en la figura papal. Y en este punto resulta irrelevante si Benedicto encubrió a los leales al Papa anterior porque él era parte de ellos o si lo hizo por el desinterés que le atribuyen sus amigos a la administración del personal, ocupado como estaba en perseguir a los disidentes de la teología tradicional.
Lo realmente relevante es el efecto real de la crisis: el impulso inicial de Benedicto de terminar con la impunidad de los abusadores sexuales y de sus encubridores no sólo se viene abajo cuando le sacan a él mismo el expediente de encubridor, sino que lo lleva a descalificar a la opinión pública mundial, a la que llama charlatana y murmuradora: un nuevo o remendado manto protector de la impunidad de la delincuencia sexual de los religiosos, incluso al costo de la excomunión de la iglesia.
Académico

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