jueves, 18 de marzo de 2010

Escritor mata televisión

Zapping Andrés Ramírez El Universal 17 de marzo de 2010

Se dice que la realidad siempre supera la ficción. Que por más malabares que haga un escritor, la imprevisible existencia dará más de qué hablar.
¿Será porque no hay dios humano que pueda inventar con tanta perfección la realidad?
El 27 de febrero nos despertamos con la noticia de que un terremoto de más de ocho grados había sacudido Chile. Las imágenes en los noticiarios era atroces: el mar había arrasado gran parte y la tierra se había quebrado, hundiendo más de lo que se hubiera uno imaginado. Grietas, autos volteados, mujeres llorando, niños azorados, puentes derribados, etcétera etcétera. Aunque en México sabemos de sismos, verlo con otros protagonistas no dejó de ser aterrador y tristemente novedoso.

Los medios electrónicos, presurosamente, informaron de todo lo que podía a su alcance. Enviaron hombres a todos los rincones en donde una imagen podía ser noticia. Camarógrafos y reporteros valientes enviaban sus notas y eran procesadas en todas partes del mundo. Conmoción y terror, eso dejaban ver. Los testimonios eran sobrecogedores. Las noticias en la televisión eran relatadas con todo tipo de tonos: desde el amarillismo innato de ese medio hasta la aburrida obviedad.
En México, además del relato de lo sucedido, de la sensación de pesar e impotencia, el país estaba pendiente de los conacionales que estaban en ese país. La casualidad era grande: ese 27 iba a concluir el Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil Juvenil, y había buena cantidad de escritores, editores y profesionales de la cultura de México en Santiago. Pasaron días y no regresaban. Estaban varados en un país devastado. Siete días después, leí en el diario Reforma la columna de Juan Villoro, quien había finalmente regresado a su casa en Coyoacán, después de haber presenciado aquel tsunami. Había ido al Congreso y había vuelto con la nota. “A salvo”, se titulaba.
El texto poseía la intensidad de quien había vivido para contarlo.
La descripción del cronista y narrador era portentosa: cada detalle simbraba la imaginación del lector. Su habilidad para relatar lo que él había visto, olido, pensado era absorbente. “Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de irrealidad. No era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo”.
Esas tres oraciones decían más de lo que yo había visto en la televisión en esos días: sobrecogían desde otro lugar. El humor no faltaba en la crónica, quizá sólo para acentuar el dramatismo:
“Me sorprendió que tanta gente usara piyama. Pensaba que se trataba de una prenda en desuso.”
En unas cuantas cuartillas Villoro había logrado dejarme ver el horror de esos tres minutos.
Todas las imágenes que había observado en la televisión, todos los locutores y reporteros que desde Chile habían transmitido sus datos, no habían tenido el poder de la pluma de un escritor.
La obviedad y la crudeza de la realidad —muchas veces— pueden resultar simples en el relato de los noticieros. Quizá el “tiempo real” no ayude o su talento sólo sea pobre.
En todo caso, un escritor siempre tiene a la mano algo que ese medio, con todo su poderío tecnológico, no posee: la penetrante singularidad.
Si la realidad siempre supera a la ficción, el narrador tiene además la capacidad de transmitirla con mayor profundidad.

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