domingo, 24 de enero de 2010

Deslices de la Cancillería

MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA a.m.com.mx 24 Enero 2010


Enero comenzó con mal fario para la Secretaría de Relaciones Exteriores. El cuatro de este mes murió Carlos Rico Ferrat, subsecretario para América del Norte. Y en las semanas siguientes una hilera de deslices han enfermado las delicadas tareas de la cancillería. Enumero los tres más recientes: la decisión de suprimir la representación mexicana ante la UNESCO; la actitud y los trabajos de la embajada en Puerto Príncipe ante la tragedia que estruja a Haití, y la designación de un tramposo, inexperto en la diplomacia, como ministro consejero en Londres.
Dejo en manos de Julio César Aragón y Mario Andrade, dirigentes de la Asociación social, cultural y deportiva mexicana de Rodhe Island, la evocación de Carlos Rico como cónsul en Boston, pues tuvieron “el honor de trabajar con él en comunidades mexicanas en el noroeste de Estados Unidos”. Luego de esa responsabilidad, Carlos Rico fue ministro de asuntos políticos en la embajada mexicana en Washington y embajador en Israel, de donde pasó a la Subsecretaría, que desempeñaba con dedicación y conocimiento, que le venían de su formación en el Colegio de México.
“Siendo cónsul -escriben con notorio afecto y dolor Aragón y Andrade-, él siempre tuvo tiempo para todos. Atendía con cortesía y profesionalismo a quien llegara al consulado y no se intimidaba a salir a comer bocadillos en la calle con la gente ordinaria, siempre sonriente. La consideraba parte de su función como servidor público. Además, le nacía convivir y charlas con todo mundo, intercambiando ideas y escuchando los problemas de los demás. Ese trabajo era lo ideal para una persona tan bondadosa y llena de deseos de ayudar a oros como lo fue él.
“Mientras desempañaba su labor como cónsul en Boston, el doctor Carlos Rico Ferrat participaba directamente en eventos comunitarios. De él mismo surgió el concepto de ‘consulado móvil’, cuando decidió instalar dispositivos móviles para tramitar pasaportes y matrículas consulares en áreas remotas, donde personas de escasos recursos pudieran recibir esos servicios sin tener que viajar a las oficinas del consulado. Él siempre representó a su comunidad mexicana en eventos de relaciones públicas. En 1998 estuvo presente en el Capitolio de Rodhe Island, y junto a nosotros inauguró el lanzamiento de timbres de correo de César E. Chávez, del servicio postal de Estados Unidos, luego de pronunciar su discurso ante el gobernador Lincoln Almond sobre la gran labor de aquel activista respecto a los derechos del migrante.
“Junto al senador Edgard Kennedy, el doctor Rico Ferrat discutió constantemente varios temas que afectan a los inmigrantes mexicanos, como las redadas, las deportaciones, el reunir familias de deportados y sobre el mejoramiento de los servicios de expatriación para aquellos mexicanos que mueren en Estados Unidos”.
Con esas apreciaciones se percibe cuánto cuadraba la conducta de Rico Ferrat con las mejores tradiciones del servicio exterior mexicano, muy afectado en los años recientes por medidas de diverso alcance que limitan su calidad y eficacia. Una de las más graves es la decisión de suprimir la representación mexicana ante la UNESCO, la organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura. Se ha justificado esa mutilación de la presencia mexicana en el exterior con la necesidad, ciertamente imperiosa, de reducir el gasto público. Pero el mismo objetivo podría lograrse de otras maneras. Se anunció que la embajada en París se responsabilizará de las funciones de la oficina mexicana ante la UNESCO. Lo mismo podría ocurrir con las tareas de la más reciente y menos prestigiada representación ante la Organización de cooperación y desarrollo, la OCDE, que tiene también rango de embajada y los costos correspondientes.
No parece casual la elección de la embajada ante la UNESCO como dependencia a suprimir. En la concepción del actual Gobierno, que se pretende modernizador como sus predecesores de la tecnocracia priísta, son más relevantes los asuntos económicos, la pertenencia a un club de ricos, que la participación en un organismo que, entre otras muchas relevantes tareas se dedica a identificar y proteger el patrimonio cultural de la humanidad.
Es posible que la visión cortoplacista de la diplomacia en esta hora ignore el antiguo y fuerte vínculo de México con la UNESCO. Su primer director general, elegido en el momento mismo de la creación del organismo, fue Jaime Torres Bodet, el mexicano excepcional que ya había sido secretario de Educación Pública y lo sería de nuevo después, además de encabezar la cancillería que hoy incurre en el desliz de cerrar la oficina que representa allí a México. Representaron a nuestro País en ese organismo intelectuales eminentes entre los que cito, de memoria y sólo a título de ejemplo, a Miguel León Portilla, Luis Villoro, Víctor Flores Olea, Pablo Latapí, Agustín Basave Fernández del Valle y el actual, Homero Aridjis, a quien tocará el triste papel de apagar la luz y cerrar la puerta de la oficina. Es verdad que en ella despachó también Luis Echeverría, pero su rango de ex Presidente de la República impidió que el cargo y la función perdieran la prestancia que le dieron sus predecesores y mantendrían sus sucesores en general.
Una prestancia semejante ha estado ausente en Haití, donde el terremoto del 12 de enero puso al descubierto la negligencia con que realiza sus labores la embajada a cargo de Everardo Suárez. Errores mayúsculos como dar por muerta a una persona reportada como desaparecida y lo contrario, notificar el retorno a México de una mexicana que ya había muerto, pueden ser atribuidos a la perplejidad y azoro causados por el terrible sismo. Pero no proviene sino de un mal desempeño la ignorancia de la representación diplomática sobre el número y la suerte de los mexicanos residentes en Haití. La embajada y por consiguiente la cancillería misma no han ofrecido cifras ciertas y vacilan a ese respecto. No es una insuficiencia menor. Una tarea principal de los representantes de México en el exterior es brindar protección a los nacionales que viven y transitan en los países en que están acreditados. Malamente se puede cumplir esa responsabilidad si la embajada no cuenta con un censo, un registro que en medio de una tragedia como la que sacude a Haití sirviera para localizar a los compatriotas radicados allí.
Acaso hay excesiva quisquillosidad y aun mal gusto al fijarse, ante las dimensiones de la brutal destrucción de Puerto Príncipe y sus alrededores, en minucias burocráticas. Es que no lo son. El descuido con que se estableció el destino de Gerard Le Chevalier y de María Antonieta Castillo causaron dolor a sus familiares, añadido a la pavorosa incertidumbre en que vivían tras saber del sismo y sus destructivos efectos. El primero fue dado por muerto ante la televisión por el embajador Camacho, sin tener la delicadeza de comunicar el supuesto deceso a su esposa. La segunda, cuyo trayecto en el servicio exterior fue evocado ayer en estas páginas por René Delgado, estaba ya muerta cuando compañeros suyos en la Embajada anunciaban a la familia que estaba por abordar un avión de regreso a México.
Peor que esos yerros, indisculpables pero explicables, ha sido la decisión de nombrar ministro consejero de la embajada en Londres a Miguel Ángel Jiménez Godínez, sin preparación ni experiencia diplomática, pero con vínculos políticos que lo hacen incombustible. Cuando los directivos del Diario de Yucatán lo denunciaron por presuntos delitos electorales añadieron a su buena fe su desconocimiento de la relación personal de Jiménez Godínez con el ahora embajador Eduardo Medina Mora, que “se lo lleva” a la Gran Bretaña.
Para quedar bien con la familia Mouriño, y por ende con el presidente Calderón, Jiménez Godínez ofreció el año pasado pagar propaganda panista en Campeche con cargo al presupuesto de la Lotería Nacional, que dirigía entonces por obra y gracia de Elba Ester Gordillo. Fue depuesto, no por su tentativa delictuosa sino por el fracaso de la misma, pero no se le siguió causa penal ninguna. La fiscalía de delitos electorales, de la Procuraduría General de la República, lo exoneró no obstante la contundencia de la acusación. Se comprende con mayor claridad que así sea, por el ahora notorio vínculo del embajador y su ministro consejero, Así se corrompen las instituciones.
El pasado presente
Ya que hablamos de Jaime Torres Bodet, podemos recordar en días de enero como éstos, pero los de 1952, cuando emprendió su regreso a México, concluidos cuatro años al frente de la UNESCO. Apreciemos cómo una prosa magnífica es capaz de transformar en literatura el recuento de hechos cotidianos. El magnífico poeta y ensayista se sentía derrotado, después de renunciar al más alto cargo que un mexicano ha tenido en la esfera internacional. No había podido lograr una dinámica distinta de aquella en que “los poderosos continuaban desarrollando su política de dominio, y los débiles dejaban que sus representantes hablaran de paz, sin asociarse valientemente a fin de luchar para mantenerla”. Con el ánimo pesaroso de la frustración escribió en las páginas finales de El desierto internacional, tercer tomo de los cuatro que integran sus memorias:
“Enero fue un mes de adioses”, dichos en varias reuniones que reseña. Entre ellas, una con el personal directivo de la UNESCO, en el restaurante Drouant: “Fue un banquete extraño, en el cual se habló de los problemas de la Organización como si yo continuase en ella. Hasta hubo quien me preguntase que debería hacer ante ciertas dificultades con que lo obligaban a tropezar las reducciones del presupuesto”.
La última fue en la casa de Jean Sarrailh, rector de La Sorbona, la legendaria universidad parisiense: “En el pequeño comedor de la casa... la señora Sarrailh había dispuesto la mesa. Nos sirvieron un foie-gras venido del Perigord. Al ofrecernos aquel manjar, oloroso a trufas, el rector aprovechó la ocasión para describirnos las delicias del sur de Francia. Recordó su niñez, sus estudios y sus primeros viajes a España. En lo más alto de su carrera profesoral, continuaba siendo un investigador concienzudo y un hombre humilde, sencillo, recto. Pensaba ya en la jubilación. Y le preocupaba la idea de no tener una labor absorbente para colmar las horas huecas de su retiro. ‘El caso de ustedes es muy distinto’, me dijo entonces. ‘Les queda siempre un conjunto de cosas por emprender. No hay retiro posible en un pueblo joven”.
Serían proféticas las palabras del rector Sarreilh. Después de ser director general de la UNESCO, Torres Bodet sería embajador en Francia y de nuevo -lo había sido con Manuel Ávila Camacho- secretario de Educación Pública, promotor de los libros de texto gratuitos. Viviría en plenitud de escritor hasta 1975, cuando él mismo se privó de la vida para no perder la dignidad del dominio de su propio cuerpo. Sin embargo, en aquel enero de 1952 volvía como si hubiera fracasado:
”Llegamos a la capital. Nos esperaban en el aeropuerto algunos amigos: Manuel Tello, nombrado embajador de México en Washington; Alfonso Guerra, que soñaba con Alemania; Rogerio de la Selva, que me transmitió un saludo del licenciado Alemán; el profesor Antúnez, del Instituto Politécnico y varios antiguos compañeros de las secretarías de Educación y Relaciones. Recordé la muchedumbre que entre aplausos, vítores y música de mariachis fue a despedirnos en noviembre de 1948. ¡Cuánto habían cambiado las cosas desde entonces! Pero lo mismo acontece en todas partes. Se acude al socorro de la victoria, y se olvida oportunamente al que la desdeña.
“Abracé a los fieles que fueron a darme la bienvenida. En un taxi, junto con mi mujer, tomé el camino que nos conduciría hasta nuestra casa. Podría apreciar allí -durante más de un año- el sabor de la soledad.
“Desde la pequeña terraza que da al jardín, contemplé la noche, infinita y clara. Descendía de las estrellas un silencio piadoso como un consejo. La serenidad del cielo invernal del valle me ha parecido siempre una gran lección. Vino a mi memoria una sentencia de Goethe: ‘Si quieres saber lo que vales, trata de cumplir con tu deber’. Iba a averiguar lo que vale, a solas, un hombre libre. Libre de sus obligaciones públicas, pero no del pacto que hizo consigo mismo, en las horas más hondas de su existencia: afirmar su destino y respetar el de los demás”.
Una semejante sensación de soledad lo había empujado a irse de la UNESCO:
“Sin embargo, a través de millares de rostros y de incesantes consejos, promesas y exhortaciones, lo que advertí -en múltiples circunstancias- fue una trágica soledad. En las horas decisivas tuve la impresión de encontrarme en un desierto... Por eso, en 1952, entre resignarme y partir, preferí partir. No me arrepiento de haberlo hecho. Mi renuncia, hasta cierto punto, sirvió de alerta. En efecto, mientras no se construya una paz auténtica, sobre la base de una creciente confianza en los valores de la cultura y en los derechos de la persona humana, cada conciencia libre continuará sintiendo, a su alrededor, lo que yo sentí -muy frecuentemente- a lo largo de aquel periodo de mi vida: la angustia de estar clamando en mitad de un desierto inmenso, el más poblado y oscuro de los desiertos, el desierto internacional”.

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