miércoles, 14 de abril de 2010

Sobre el libro “El Naufragio del Hombre”, de Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria

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Manuel M. Navarrete 9 de abril de 2010
Rebelión
 
Hace unos años, en una casa okupa, alguien me pasó un libro de un filósofo llamado Santiago Alba Rico. Me quedé tan impresionado, que busqué más obras suyas; entonces descubrí que tenía libros a medias con un tal Carlos Fernández Liria. De modo que empecé a leer también las obras de este profesor; y entonces descubrí que Fernández Liria tenía libros a medias con un tal Luis Alegre Zahonero, y… bueno, ya se imaginan.

Ahora, que he tenido el privilegio… no ya de conocer a estos tres autores o de participar con ellos en algunos libros conjuntos, sino el privilegio, aún mayor, de poder saborear sus obras, se me viene a la cabeza la importancia de la Filosofía. Porque, no, la Filosofía no es escribir un galimatías abstracto con las palabras más raras que se te ocurran; tampoco es lo mismo que hacer poesía para que cada cual entienda lo que le parezca. La Filosofía, muy al contrario, tiene un papel que jugar y nos arma para la lucha.

Acabo de leer la última obra de Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria (El Naufragio del Hombre, Hiru, 2010), que me parece casi imprescindible para quienes aspiran (para quienes aspiramos) a comprender este mundo o, mejor dicho, a destruirlo y edificar uno diferente.

Nuestros filósofos trazan un cuadro de la sociedad moderna, la sociedad del nihilismo, del vacío; una sociedad en la que un joven estadounidense bate el récord mundial de perritos calientes engullidos en 12 minutos (66), mientras, en esos mismos 12 minutos, 3.600 hombres, mujeres y niños mueren de hambre en el mundo. Pero no basta con esto. Si hablamos del hambre, hay que hablar de la mayor voracidad, la del Primer Mundo: no podemos parar de consumir, de tirar las cosas mientras aún funcionan. En España hay 42 millones de personas y 50 millones de móviles. Nos admiramos del viaje de Ulises, pero cuando 175 millones de heroicos Ulises viajan y atraviesan mares y desiertos para enviar algo de dinero a sus familias, los encerramos en un Centro de Internamiento para Extranjeros. Este verano, 300 personas se concentraban en Madrid contra la trágica situación en Palestina; en esos mismos días, 100.000 acudían a la presentación de Cristiano Ronaldo.

Ese es nuestro mundo: el naufragio del Hombre. Pero ¿qué podemos entresacar, abstraer, analizar debajo los datos? Que en este mundo existen tres clases de bienes: los universales, que sencillamente están ahí y no necesitamos poseer de manera individual (como el Sol o el Everest o la Capilla Sixtina); los generales, que, en cambio, es necesario generalizar para que el mundo marche bien (no basta con que el Príncipe tenga pan, vivienda, agua, medicinas… ), y los colectivos (como los medios de producción), que es necesario compartir y que no pueden ser privatizados, ya que, por mecanismos estructurales inflexibles, hacerlo deja sin bienes generales a millones de seres humanos.

En este panorama, nos dicen nuestros filósofos, sólo podemos ser revolucionarios en lo económico, reformistas en lo político y precavidos en lo antropológico. Hay que acabar con la irracionalidad de unos medios de producción privados, que implican una distribución irracional y letal de los bienes generales, y colectivizarlos, por medios revolucionarios y armados si es necesario. Pero, en cambio, no hay por qué renunciar al caudal político de la Ilustración ni entregárselo al enemigo. El marxismo debió declararse en su día digno sucesor de esa Ilustración que fue derrotada por el capitalismo, en lugar de aceptar que el liberalismo era efectivamente el heredero político de dicha tradición. De igual modo que jamás les entregamos la noción de “democracia”, por más que intentaran e intenten apropiársela, tampoco debimos entregarles las nociones de Ilustración, Ciudadanía o Estado de Derecho. Desde luego, bajo condiciones capitalistas, la República no es más que una pura estafa, como prueba el hecho de que el Parlamento esté tan estrechamente sometido al capital, que, cada vez que ha tratado de legislar en una línea diferente, haya sido destruido por un golpe de Estado; pero, bajo el socialismo, es decir, sin estar maniatado por las decisiones previas del capital, este entramado institucional cobraría un cariz diferente. El liberalismo hizo lo mismo que el Imperio Romano: extender la “ciudadanía” formal y vaciarla de contenido, gracias a dos ficciones iniciales: la primera considerar propietario al que sólo posee su “fuerza de trabajo” (su pellejo, si hablamos en plata), y la segunda vaciar de universalidad el concepto de ciudadanía, comenzando a hablar de “ciudadano español” o “ciudadano francés”, como algo contrapuesto a, por ejemplo, un “ciudadano senegalés” o “marroquí”. Dos ficciones que un ilustrado como Kant, por ejemplo, jamás habría aceptado. Es normal; en realidad, las ideas dominantes nunca son directamente las de la clase dominante, sino que ésta incorpora algunos motivos y aspiraciones de los oprimidos (por ejemplo, el cristianismo bajo el Imperio Romano) para rearticularlos de modo que sean compatibles con las relaciones de poder existentes, como recomendaría sabiamente Maquiavelo. Por eso también hay que saber ser conservadores, porque sólo se puede luchar cuando tenemos algo que conservar, conservar la propia humanidad del Hombre que naufraga (eso sí, suprimiendo todo cuanto sea preciso suprimir en todas las esferas: por ejemplo el patriarcado).

Por supuesto (¿para qué están si no los filósofos?), todo esto choca frontalmente con la forma habitual de concebir las tácticas transformadoras de la realidad. Recordemos, si no, las palabras de Lenin en contra del renegado Kautsky. O, más actualmente, las críticas de John Brown a sendos artículos de Fernández Liria y Luis Alegre en Viento Sur. O las críticas de Nestor Kohan al iusnaturalismo. O las ideas del filósofo Slovaj Zizek en En defensa de la intolerancia, donde considera los “derechos humanos” y la “democracia” como una simple ficción ideológica inherente al mercado.

Una cosa está clara: se podrá estar de acuerdo con sus ideas, se podrá no estarlo, pero estos autores están pensando su realidad. Lo cual es muy necesario, máxime teniendo en cuenta que el socialismo, a pesar de sus éxitos reivindicables, resultó ser un fracaso, ya que no logramos articular los mecanismos de participación popular necesarios. El marxismo debe dejar de mirar hacia atrás; debe pensar su realidad, pensar qué socialismo desea y puede llevar a cabo, cómo organizarlo, qué mecanismos de participación generar; el marxismo debe dejar de recordar qué dijeron otros: debe decir.

¿Pluripartidismo? ¿Y por qué tienen que ser los partidos los transmisores de la voluntad popular? ¿No nos recordaba Simone Weil que los partidos son simiente de dinámicas de burocratización, corrupción y financiación externa? ¿No proponía Tomás Moro en su Utopía un sistema de compromisarios elegidos a título individual, que, aunque tosco, puede ser inspirador y susceptible de ser desarrollado? ¿No es la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba, elegida periódicamente por sufragio universal, un buen ejemplo de que hay un modo de Parlamentarismo más democrático, real y justo que esa ficción secuestrada que nos ofrece el liberalismo?

Pero sigamos reflexionando, planteándonos nuestros propios dogmas: ¿qué se esconde bajo el orden de los capítulos de El Capital? ¿Por qué en la sección primera se habla únicamente de intercambio de mercancías equivalentes, mientras que más adelante, al adentrarnos en la esfera productiva, nos encontramos sujetos que ya no son dueños de lo que producen, ni libres, ni iguales? ¿Es que Marx se va dando cuenta de la alucinación ideológica que es preciso poner en juego para deducir el orden capitalista como consecuencia necesaria de la libertad para comprar y vender mercancías, es decir, de considerar que vender fuerza de trabajo es, efectivamente, una operación equiparable a comprarla?

Para quienes deseen encontrar respuestas sugerentes a estas y muchas otras cuestiones; para quienes necesiten pensar rigurosamente cómo podemos incidir sobre la realidad, cómo podemos arrodillar al rascacielos que se erige sobre la favela desnuda, recomiendo la lectura de las obras de estos creativos pensadores. Y no se me ocurre manera mejor de empezar que leyendo este libro pequeño y genial, El Naufragio del Hombre, que ve la luz además en la editorial Hiru, fundada por Alfonso Sastre y Eva Forest, esos dos militantes incorregibles que se empeñaron en recordarnos el significado de la dignidad.

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