martes, 19 de enero de 2010

La ilegalidad nos ahoga

La ilegalidad nos ahoga
Ernesto López Portillo El Universal 19 de enero de 2010



No es un problema de los gobiernos, es una epidemia que contamina igual a las autoridades y a la sociedad. Muchos analistas siguen señalando sólo a los gobiernos. Se equivocan. La ilegalidad es una forma de vida entre los ciudadanos, tanto como lo es entre quienes representan a las instituciones públicas. Y el punto de fondo es que no se organiza la censura a la ilegalidad, ni en uno ni en otro sector. Esos mismos gobernados que señalan la corrupción del gobierno se organizan para boicotear al alcoholímetro a través de mensajes en la red virtual, debilitando así una medida que reduce riesgos y salva vidas. Y las autoridades que también señalan la inclinación de la gente a violar la ley, aprovechan cada oportunidad para extraer beneficios privados desde sus posiciones públicas.
Nos estamos ahogando en la ilegalidad. En cada esquina, sólo con observar cinco minutos, se descubre que son más los que desobedecen la norma de vialidad. En segundo o tercer carril se detiene una unidad de transporte público a bajar o subir gente, justo enfrente del policía de tránsito y no pasa nada, más allá de incrementar los riesgos para quienes por ahí circulan y la obvia afectación a la circulación. Igual no pasa nada cuando a unos metros de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal operan vendedores de celulares robados.
No tenemos ni un pacto social ni uno político en torno a la legalidad. El problema no es de unos u otros, es de todos. Quien se para en un alto y espera hasta la luz verde, aún si no circula nadie por el arroyo que cruza, es presionado por los demás para avanzar. Es decir, la censura opera en contra de quien respeta la ley. Es en las relaciones privadas donde se muestra la evidencia del reconocimiento a quien encontró la manera de evadir la ley. Es en las conversaciones informales en las que se ostenta la superioridad de quien supo pagar menos por algo, quien pudo evadir la lista de espera, quien logró pagar por dejar el vehículo estacionado en lugar prohibido, quien tiene el amigo que lo apoyó para lograr un contrato público y una lista interminable de acciones ilegales cuyo único límite es la imaginación.
La ilegalidad nos ahoga y de esa manera nos quedamos lejos, muy lejos de un proyecto de crecimiento, desarrollo y modernización. La ilegalidad es un sistema de relaciones donde gana quien encuentra la mejor manera de acceder a beneficios. No hay reglas, excepto la del más fuerte. Los débiles son cada vez más débiles y los fuertes son cada vez más fuertes. La ley es un recurso disponible hasta para quien tiene diez cubetas y las pone en fila en esa calle que pasó, gracias a un puñado de cubetas, a su propiedad. Claro, detrás de las cubetas está la red de protección que teje esas redes solidarias entre el franelero y el sinnúmero de autoridades que cobran su parte.
El sustrato cultural de nuestra ilegalidad es profundo. Respetar la ley nos pone en un plano de igualdad y justo ahí está el problema. Aquí nadie quiere ser igual a nadie. Por eso molesta tanto incluso esperar un turno, porque cuando lo hacemos somos iguales a los demás. El sustrato cultural de la ilegalidad está emparentado a la desconfianza extrema, crónica y masiva hacia todo aquello que puede organizarnos como una comunidad de iguales, donde los derechos y las obligaciones son los mismos para todos. Así, violar la ley parece funcionar como la escalera que lleva a unos sobre otros, hasta ser distintos todos, justo en la medida que unos aprovechan más que otros esa palanca de ascenso.
Las mutaciones en el régimen político y la evolución social de los últimos treinta años, este periodo que algunos llaman transición a la democracia, ha mantenido inalterado el código masivo de la ilegalidad que nos ahoga. Al final del día, no hay un solo liderazgo creíble que convoque hacia la legalidad.
Director ejecutivo del Instituto para la Seguridad y la Democracia, AC

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