sábado, 20 de marzo de 2010

El caso triste de Alberta y Teresa

Editorial El Universal 19 Marzo 2010

Una tarde de fin de semana, en Santiago Mexquititlán, Querétaro, un grupo de agentes de la AFI llegaron a extorsionar. No se tomaron la molestia de identificarse como funcionarios. Los pobladores, enfurecidos, les enfrentaron de la manera más civil: rodeándoles para luego conducirlos a la oficina del delegado municipal de la PGR y denunciar los atropellos. La autoridad se comprometió a no volver a extorsionar.
Pocos días después los agentes regresaron, esta vez para acusar a tres mujeres indígenas originarias del lugar de haber orquestado el secuestro de los policías federales. Las implicadas eran Jacinta Francisco Marcial, Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio. Esa fue la venganza de la PGR. Ninguna de las tres entendió en principio de qué se les acusaba, pues antes de entrar a la cárcel no hablaban una palabra de español.
Llegó Arturo Chávez Chávez como nuevo procurador y con el cambio la PGR optó por no seguir el proceso contra Jacinta so pretexto de no haber hallado pruebas para encerrarla. Es decir —como ahora se usa en el lenguaje del gobierno federal— quedó libre de acusación, pero no de culpa, porque para ser inocente hace falta presentar pruebas.
Los abogados de Jacinta demostraron que ella se hallaba en una misa cuando los AFIs fueron “secuestrados”. Demostraron también que el delegado municipal de la PGR asentó en acta la extorsión de los agentes y, finalmente, que en todo caso de lo único que eran culpables las indígenas era de la venta de discos pirata, un delito, hasta la fecha, no equiparable al secuestro.
Lo increíble es que Jacinta haya salido libre y sus compañeras no, a pesar de las enormes contradicciones de los acusadores. El juez se atrevió a condenar a Teresa y a Alberta con 21 años de cárcel. Ellas apelaron y enviaron su caso al Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y, en reacción a las recomendaciones de esa instancia, hoy la Suprema Corte revisa el caso.
Como mexicanos quisiéramos suponer que este es un asunto aislado, que sólo esos AFIs son quienes se han vengado de una comunidad que los enfrentó; quisiéramos creer que sólo esta vez se discriminó a alguien por ser mujer e indígena. Sin embargo, porque vivimos en este país, sabemos que lo sucedido con Jacinta, Alberta y Teresa es un patrón.
Esperemos que la Suprema Corte siente un precedente para que esto deje de ser el común denominador de la justicia en México.

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