lunes, 8 de marzo de 2010

Globalización e identidades nacionales y postnacionales

Palabras de agradecimiento de Grinor Rojo por la concesión del premio Casa de las Americas 2010
Grinor Rojo Rebelión 07-marzo-2010


Les recuerdo las palabras que en esta misma sala pronució ayer Héctor Díaz Polanco, mi predecesor en la recepción de este premio. Díaz Polanco habló de su sorpresa genuina ante el honor que se le hacía, un honor para el que no concursó y sin embargo le fue concedido, y habló también de uno de los objetivos principales de su libro, Elogio de la diversidad. Globalización, multiculturalismo y etnofagia. En él había tratado, dijo, de llegar a una distinción conceptual rigurosa entre un término ciertamente estimable, como es el de “diversidad”, y otro que, pretendiendo ser su sinónimo, lo que de veras hacía era cooptarlo y neutralizarlo. Ese otro término, del que Díaz Polanco nos aconseja cuidarnos, es “multiculturalidad”. Repito: me siento cercano a sus palabras.
Y esto es así porque el gran objetivo de mi propio trabajo, el que Casa de las Américas ha querido premiar en esta ocasión, consiste en hacer o tratar de hacer claridad sobre una serie de vocablos que llenan, que atiborran, diría yo, el discurso teórico contemporáneo y que, como el de multiculturalidad que Díaz Polanco vapulea en su libro, constituyen trampas respecto a las cuales hay que tener los ojos bien abiertos o porque son portadoras de medias verdades (y, por lo tanto, de mentiras a medias) o porque son falsedades sin más. Planteados como articulaciones binarias, menciono algunos de ellos: “identidad” vs. “diferencia”, “local” vs. “global”, “Estado nacional” vs. “orden globalizado”, “Estado nacional” vs. “orden postnacional”. Podrían agregarse otros más (como “capitalismo” vs. “postcapitalismo” o, egregiamente, la oposición “imperialismo” vs. “imperio”, que proponen los ínclitos Hardt y Negri), pero con lo dicho me parece que basta.
Pienso que se trata, en algunos de estos casos, de dicotomías ficticias (“capitalismo” vs “postcapitalimo” e “imperialismo” vs. “imperio”, por ejemplo) y en otros de oposiciones que pudieran ser legítimas si no estuvieran siendo manipuladas descaradamente por quienes nos las infligen. Eso es lo que a mí me resulta repudiable, porque ocurre que nosotros estamos a favor de la diversidad, a favor de la diferencia, pero eso no tiene por qué obligarnos a dar al traste con la identidad; que estamos a favor de lo global frente a lo local o al revés, pero sin que eso signifique que estamos favoreciendo una opción a cambio de la otra. Es más: pienso que una opción supone a la otra y que la tensión que existe entre ambas sólo puede resolverse dialécticamente, en el marco de una síntesis nueva, que recoja lo que a nosotros nos interesa reformular en cada polo y despejándonos de esa manera el camino hacia un futuro más inteligente y productivo.
Ahora bien, yo creo que todo esto nosotros podemos y debemos atribuirlo, en el marco de los últimos treinta y tantos años de la historia mundial, al retroceso que ha experimentado el pensamiento dialéctico y a su reemplazo por un pensamiento de sello estructuralista primero y postestructuralista y postmoderno después, que, convencido de la imposibilidad de cualquier cambio, se torna previsible y rabiosamente antidialéctico. Lo grave, lo verdaderamente grave en este reemplazo, es que este último tipo de pensamiento se declare y pretenda ser progresista, cuando al fin de cuentas está sirviendo a los intereses del statu quo, tanto el económico como el político.
Pero nada de ello es azaroso. La crisis del orden capitalista mundial, que no es de hoy sino que se remonta a los comienzos de la década del setenta (como he escrito en este mismo libro, en “Campo cultural y neoliberalismo en Chile”, el abandono que hizo Nixon del patrón oro en 1971 y la doble crisis petrolera, la del 73/74 y la del 79/80, fueron acontecimientos tempranos y sintomáticos en este sentido y podrían añadirse muchos más hasta llegar a la crisis de hoy), obligó al sistema a reinventarse. Y el sistema se reinventó en efecto, con la máscara del “neoliberalismo”, que no es otra cosa que la fórmula ideológica con que Milton Friedman y sus discípulos de Chicago etiquetaron el reciclaje del capitalismo en tiempos de debacle. El fin supremo del reciclaje fue acabar con el Estado de bienestar, dándoles a los agentes mercantiles toda la libertad que ellos reclamaban para operar cuándo y cómo se les daba la gana porque de ese modo los panes se iban a multiplicar con la más grande de las seguridades y chorreando después sobre las cabezas agradecidas de los pobres del mundo. Las consecuencias las estamos sufriendo hoy día mismo, en el hambre desesperada de 820 millones de personas, el 12.6% de la población mundial, de acuerdo a las cifras de la FAO (en 2008 se habrían agregado cincuenta millones más, debido al alza en los precios de los alimentos). Si a eso se suma la otra debacle, la de los socialismos reales en Europa del Este, se ve y se entiende cómo y por qué el planeta todo o casi todo quedó, a partir de un cierto momento, a disposición de los ideológos encargados o autoencargados de leer e interpretar mañosamente estos procesos.
Fue así como desde la década del setenta en adelante el campo intelectual se lo repartieron entre los intelectuales orgánicos del sistema, los técnocratas y los burócratas de variopinto plumaje, de un lado, y los “post”, del otro. La diferencia es que los primeros actuaban por encargo y desembozadamente y los segundos por decisión propia, con el pretexto de estar haciendo una crítica del sistema pero una crítica que en el fondo no era tal. No se puede hacer política de izquierda por una epistemología de derecha, es lo que Lukács declaró alguna vez.
Se comprenderá enctonces cuál fue mi intención al escribir Globalización e identidades nacionales y postnacionales…, ¿de qué estamos hablando?. Soy peleador, lo reconozco (es lo que dice Roberto Fernández Retamar de mí), y mi pelea de los últimos años no ha sido tanto contra los intelectuales orgánicos del statu quo, los que se ponen a sus órdenes y manejan sus mecanismos sin interrogarse jamás por qué ni para quién hacen lo que hacen (que son personajes obvios, que se caen de su propio peso. En mi país, hacen nata y dictan cátedra), como contra los otros, contra los que se las dan de progresistas, aunque la realidad es que abogan, a sabiendas o no, por la mantención del orden de cosas que existe y tal como él existe. Mi deseo ha sido desenmascarar su problemática y, con mayor razón aún, su solucionática. Creo que no otra es la obligación del intelectual crítico, cuya práctica, además de saludable en sí misma, es un artículo de primera necesidad en medio del empobrecimiento democrático que genera la fase actual en la historia del capitalismo. Para eso escribí mi libro y para eso he escrito mucho de lo que vengo publicando desde un tiempo a esta parte.
Muchas gracias a Casa de Las Américas por premiar este pequeño esfuerzo mío y a ustedes mis amigos por la paciencia que han tenido para escucharme esta noche.

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