lunes, 8 de marzo de 2010

A pesar de todo, no olvidar

Julio Pimentel Ramírez PorEsto 07-marzo-2010

Mientras en el país se viven escenarios de violencia inaudita, con más de 18 mil ejecuciones en lo que va de la actual administración federal panista, y el ámbito político se sumerge en un auténtico lodazal, hacemos una pausa para reflexionar sobre la violación sistemática de los derechos humanos, tanto los del orden político como los económicos y sociales, en una país en que las autoridades alientan la impunidad cotidianamente, confiando en que la desmemoria y la relativa desmovilización les permitirá desde el poder ocultar la realidad represiva que padecemos, tanto la mal llamada del pasado como la del presente.
Como acertadamente señala el Centro de Derechos Humanos “Miguel Agustín Pro Juárez”, el sistema de procuración y administración de justicia muestra y profundiza las asimetrías de la sociedad mexicana. En este sistema son discriminados, marginados, los pobres, las mujeres y los indígenas, tratados con los criterios de una sociedad clasista y excluyente. A través de casos reales, presentados como emblemáticos, se han evidenciado las falencias estructurales. Los años y los casos han pasado pero los cambios no llegan.
En 2009 muchos actores sociales se involucraron en la defensa de Jacinta Francisco Marcial, asumida integralmente por el Prodh. Su liberación fue un logro celebrado con entusiasmo, pero el sistema de justicia no ha cambiado: la Procuraduría General de la República se negó, yendo contra un principio elemental, a reconocer la inocencia de Jacinta; permanecen también en la cárcel, por los mismos hechos que dieron origen a una acusación falsa por un delito inexistente, Alberta Alcántara y Teresa González.
El mismo sistema que opta por acusar y castigar a los pobres es al mismo tiempo incapaz de hacer posible el acceso a la justicia para quienes son víctimas de los abusos de la autoridad. No ha enjuiciado a los responsables de violaciones a derechos humanos durante la guerra sucia en contra de movimientos sociales y políticos de la segunda parte del siglo XX, pero tampoco los casos de Atenco, Oaxaca, Lázaro Cárdenas y Guadalajara durante intervenciones policiales realizadas con uso excesivo de la fuerza en el sexenio anterior, sin olvidar los crímenes de dirigentes sociales y la desaparición forzada de defensores de derechos humanos, militantes de organizaciones guerrilleras e incluso personas “levantadas” al amparo del combate al narcotráfico.
Tampoco ha sido eficiente para sancionar al crimen organizado. La violencia que asuela regiones enteras del país ha constituido la coartada perfecta para ocultar la propia inutilidad: funcionarios de todos los rangos, e incluso sectores de la sociedad civil, hacen gala de su incapacidad justificando toda agresión con el argumento de que se trata de culpables, delincuentes o personas que tienen merecido lo que les pasa.
Resulta entonces comprensible que el Ejecutivo haya optado por una solución simplista para contener al crimen: emplear al Ejército para luchar en las calles contra los traficantes de drogas. Con esta injerencia militar en el ámbito estrictamente civil de la seguridad pública se ha dado paso a nuevos problemas. La falta de controles civiles sobre las fuerzas armadas, entre las cuales debe destacarse la inconstitucional extensión del fuero militar a delitos que no son propios de la disciplina militar, y la presencia cada vez mayor de militares en las calles, se ha traducido en impunidad. Esta impunidad solapa los abusos crecientes cometidos por las fuerzas castrenses contra la población civil, al no permitir que tribunales independientes e imparciales intervengan, como lo exige el derecho internacional de los derechos humanos.
Ahora bien, la actual profundización de la crisis y el proceso de descomposición político que la acompaña, se traduce en una tendencia hacia la agudización del autoritarismo y la represión, estrategia que nunca nos ha abandonado. Precisamente por eso no hay que olvidar que sigue pendiente la verdad y la justicia respecto a los llamados crímenes del pasado.
En la sentencia del pasado 23 de noviembre de 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado mexicano por la desaparición forzada del campesino Rosendo Radilla, ocurrida en 1974 durante la denominada “guerra sucia”. Dentro del contenido de la sentencia, la Corte se refirió a la efectividad de las investigaciones realizadas por el Estado, en este caso, a través de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP), y considera que “la investigación llevada a cabo por el Estado no ha sido conducida con la debida diligencia, de manera que sea capaz de garantizar el reestablecimiento de los derechos de las víctimas y evitar la impunidad.”
Esta ausencia de diligencia por parte del Estado se corrobora con el nulo avance en las investigaciones de las demás denuncias interpuestas en el período de existencia de la FEMOSPP, misma que en el año de 2006 desapareció, lo que provocó el envío de las averiguaciones previas pendientes a la Coordinación General de Investigación de la PGR. Ante este panorama, los familiares de las víctimas siguen sufriendo un calvario burocrático frente a las instituciones de procuración de justicia, en donde los tiempos se alargan y la justicia nunca llega.
A tres años de recibidas las averiguaciones previas, la Coordinación no ha logrado la consignación de algún presunto responsable de delitos cometidos en el contexto de los años sesentas y setentas, tales como desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, torturas, allanamientos y otros crímenes de lesa humanidad.
Por último, en junio de 2009 se llevó a cabo el Examen Periódico Universal ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, en donde México fue examinado por este órgano internacional. Ahí, se le hicieron múltiples recomendaciones al Estado Mexicano, muchas de las cuales abarcan las responsabilidades que México tiene a raíz de los crímenes cometidos y de la inefectividad de las investigaciones, así como diversas cuestiones del fuero militar y las tareas de seguridad pública.
Los deudos de los seis integrantes de la familia Guzmán Cruz, los de Alicia Merino de los Ríos, de David Jiménez Fragoso, así como la de más de mil 200 detenidos desaparecidos durante la “guerra sucia”, llevan más de tres décadas exigiendo conocer su paradero, demandando verdad y justicia; que no pase lo mismo con los familiares de las indígenas triques Virginia y Daniela Ortiz, Francisco Paredes Ruiz, Gabriel Cruz Sánchez y Edmundo Reyes Amaya, entre otras muchas víctimas de ese delito de lesa humanidad durante el actual gobierno.

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