jueves, 25 de febrero de 2010

“El Vasco” Aguirre y la farsa

“El Vasco” Aguirre y la farsa
Alejandro Páez Varela El Universal 24 de febrero de 2010


No me gusta el futbol por muchas razones. Quizás una menor es que crecí en una familia a la que no le interesaba. Eso influye. No lo veo, sin embargo, como la razón fundamental, o no está entre las decisivas: a don Aure, mi padre, le gustaron los toros y me llevó hasta que tuve edad para decirle basta (a los siete años). Cuando encuentro en los diarios las fotos de las corridas veo también las boinas, las botas llenas de vino y los puros y me pregunto cómo me vería allí. Ridículo. No me gustan los toros por la sangre, por la crueldad, por la brutalidad; aún así, por razones sentimentales asocio la fiesta con mi sangre, aunque esa fiesta no tenga nada de chic, o de genético: son orejas, son rabos desprendidos de otro ser vivo; es el lomo sangrando, el dolor, las babas de un animal herido que se queja ante una turba que hace como que celebra su bravía, cuando en realidad celebra su triunfo sobre el más débil.
No me gusta el futbol porque me parece una farsa. Es un gran negocio que esconde intereses rudos, brutales. (No digo que pecaminosos o satánicos: son muy carnales. Lo imagino como la empresa de los diamantes: un anillo de compromiso por lo regular trae sangre). Primero está la explotación de los miles y miles que no son profesionales. Alguien siempre me argumenta que “para muchos pobres, como los brasileños, no hay otra opción de triunfo”. Carajo: como si Brasil no tuviera Petrobras (y discúlpenme que no use un ejemplo mexicano porque Pemex, mientras usted y yo dormíamos, se hundió), su industria petrolera que creció de la nada. La pirámide del éxito en el futbol tiene un ángulo brutalmente agudo, estrecho: muy pocos llegan. Los demás ilusionados deben enfrentar su desilusión tarde que temprano.
No me gusta el futbol porque esas máquinas de músculo, los jugadores, mueven intereses completamente antagónicos a lo que representan como deportistas: la industria del alcohol y el alimento chatarra (refrescos incluidos), qué poco ético, en un país de obesos y alcohólicos. Jugar futbol podrá alejar a los jóvenes de los vicios; pero me queda claro que verlo no. Cada vez que hay juego salen turbas de borrachines de los bares en la colonia en la que vivo. Y no me quejo de los borrachines: por lo regular yo salgo junto con ellos a escandalizar. Señalo la farsa. Los borrachines no se ejercitan, no van sudando junto con los jugadores; sólo sudan al subir dos escalones, o el día en que les da un infarto.
Tengo muchas razones por las que no me gusta el futbol, pero sobre todo, no me gusta porque utiliza el nacionalismo para recabar fondos de las clases desposeídas (qué elegante soy: usa los colores nacionales para joder más a los jodidos). Esos que se envuelven en mi bandera, no me representan. Esos que usan el nombre de mi país, no me representan. Este país lleno de errores, botín de corruptos, injusto, inseguro, tiene muchos errores, sí; y una de las pocas glorias está en su nombre, en su historia, en su bandera: ¿por qué la toman esos, quién les dio permiso? Antes de seguir con el que seguramente calificarán como un arrebato más nacionalista que el de una familia corriendo al Ángel de la Independencia (con el padre, desempleado, lleno de Caguamas en la barriga); antes de que me caigan a palos, debo confesar que cuando veo la selección de Brasil (mantengo el ejemplo) sí me imagino Brasil y los brasileños. Esos pobres de las favelas -me engaño- ya no son pobres: ganan millones, salen por tele y sus apodos terminan en “iño”, que debe significar dinero, felicidad, satisfacción. Pero cuando veo a nuestra selección no me siento representado. ¿Estoy mal? ¿Me sentiría futbolero si la selección nacional fuera mejor? Ahora, ¿cómo nos ven en otros países a partir del equipo en la cancha? ¿A quién le consultaron cuando decidieron que debíamos vernos como se ve nuestra selección?
Debí empezar este artículo pidiéndole que no lo leyera si creía en el futbol (me habría evitado muchas mentadas de madre). Debí decir desde un principio que me faltaría espacio para explicarme. También debí alertar que lo escribí para Javier “El Vasco” Aguirre.
Lo que quiero decirle es que soy nadie para censurarlo, sugerirle de qué hablar cuando lo entrevisten en el extranjero. Me parece que estuvo muy mal si, como se dice, “lo regañaron desde muy arriba” por sus declaraciones: es un mexicano con todos los derechos para decir, como lo hizo, lo que piensa del país: que está jodido, inundado, en guerra, empobrecido, maltratado.
Lo que no creo es que él tenga calidad ética para señalarlo en este momento. Aguirre es parte de la farsa. Come de la farsa, viste de la farsa, fue invitado a la farsa, usa los colores nacionales como farsa. Él sabía, cuando llegó a la selección, que tenía el trabajo del animador oficial número uno: debe animar a “los muchachos”, animar a los jóvenes deportistas, animar a los borrachines de mi barrio, animar el sentimiento por la Nación. Ese es su trabajo, y gritar lo contrario desde el extranjero no le corresponde por razones éticas, aunque tenga el derecho.
Sólo me resta recomendarle a “El Vasco” Aguirre que si ya gritó que se va del país, termine de cerrar la pinza: renuncie a los millones en su contrato y váyase. Y entonces denuncie las condiciones de este país como lo hacemos muchos. De otra forma se verá como un gandaya más, como un exprimidor de mexicanos más. Se queda por la lana y ya; el país (¿y qué no la selección viene implícita?, señor) le maltrata.
No critique a México en su carácter de animador oficial porque traiciona a sus patrones, la gran mayoría culpables de envenenar cuerpo y alma de los mexicanos.
(Ya en las recomendaciones, oiga, ¿no será mucho pedir que cuando empaque sus millones se lleve también la farsa del futbol que tanto le gusta, que tanto defiende, que tanto y tanto le ha dado por muchos, muchos, muchos años? No se preocupe por los borrachines de mi barrio: cuando se trata de medianía -yo sólo observo- cualquier otra selección les es suficiente).

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