viernes, 5 de marzo de 2010

Laicismo: ¿libertades absolutas, derechos limitados?

Adolfo Sánchez Rebolledo La jornada 4 de marzo de 2010
Laicismo: ¿libertades absolutas, derechos limitados?

La cuestión no surge de la nada, como si se tratara de un debate de filosofía política en un seminario universitario. Se plantea en el Senado, luego de intensas campañas emprendidas por las iglesias, la católica en particular, contra reformas que amplían derechos, aun cuando éstos contravengan principios, dogmas, tabúes. Estamos, pues, ante un hecho político de la mayor trascendencia.
La defensa del Estado laico, resumida en la reciente modificación del artículo 40 constitucional, expresa la voluntad de mantener en pie los valores laicos que, en principio, definen al Estado mexicano. En contra se alzan aquellos que, al opinar sobre asuntos debatibles desde el punto de vista moral o ideológico, en realidad atacan los fundamentos del Estado laico y el papel que en ellos les corresponde a las distintas asociaciones religiosas.
Lejos de favorecer la libertad de creencias, la disputa contra la despenalización del aborto o el matrimonio entre parejas homosexuales (que son los temas candentes, pero no los únicos) emprendida por el alto clero católico busca imponer en la ley su propia concepción de la vida, una moral que resulta excluyente para quienes no comulgan con su fe. Es fácil advertir que a nadie se le prohíbe (menos se le sanciona) expresar opiniones, incluso cuando son contrarias a la autoridad, pero en el camino de la contestación de las políticas públicas aprobadas por los órganos legítimos del Estado, algunos prelados han llegado al extremo de cuestionar la racionalidad del laicismo, sus fundamentos legales, todo para conservar o adquirir una privilegiada posición corporativa.
Para algunos, el problema está en la ley y no en la cabeza levantisca de ciertos obispos siempre dispuestos a la restauración de los buenos viejos tiempos. Otros, como el senador Pablo Gómez proponen “restablecer los derechos de asociación política y de libertad de expresión de los sacerdotes de todos los cultos religiosos”, propuesta que, en rigor, recicla las ideas que al respecto puso a circular el PCM en los albores de la reforma política que lo llevaría, finalmente, a su legalización, a una nueva fase del pluralismo en México, pero no a la rectificación de las actitudes ultramontanas de la derecha católica. Entonces se creía que tal manera de entender el laicismo era una forma de ser más “consecuente” e insospechadamente demócrata que la sostenida por los demás partidos, comenzando por el PRI de muy deslavados resabios jacobinos y fuertes reflejos autoritarios, pero, sobre todo, tenía la atención puesta en la oposición panista, en el antigobiernismo que estaba en disputa, aunque, dicho sea de paso, los herederos de Gómez Morin tampoco se rasgaban las vestiduras por ver a los curas encabezando partidos o haciendo campañas, pero, al igual que hoy, asumían el “derecho” de la Iglesia católica a dictar –por medio de la educación publica, el culto en la plaza o en los medios electrónicos– la visión del mundo, el código moral de la sociedad entera. La verdad es que los curas siempre se las habían arreglado para hacer política y no se inclinaron por cambiar la fachada cuando mejor interlocución tenían con el gobierno, gracias, entre otras cosas, a la actividad papal que vino a despertar al México “siempre fiel” y abrió las puertas para que Salinas reformara la Constitución. Como sea, finalmente, la mayor disciplina –y la principal restricción a la actividad política de los sacerdotes– se origina en el derecho canónico, es decir, de las leyes vaticanas que rigen el ejercicio de su profesión y no se avienen, como quisiera Pablo Gómez, a la carrera por los cargos de gobierno y puestos de elección popular, aunque sí se sentirían muy cómodos realizando proselitismo electoral desde el púlpito, arropados por toda la parafernalia religiosa y con la ley… de su lado.

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