lunes, 15 de marzo de 2010

¿Por qué la tolerancia es un valor democrático?

¿Por qué la tolerancia es un valor democrático?
Lídice Rincón Gallardo El Universal 13 de marzo de 2010

Todos los días abrimos el periódico o encendemos la radio y la televisión para informarnos de lo que ocurre en el mundo, el próximo y el que no lo es tanto. También diario, después de hacerlo, ocurre la ira de inmediato, el enojo de constatar que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, y que ni siquiera la realidad nacional se parece un poco a lo que ocurriría si contáramos con actores políticos responsables y existieran las condiciones para el ejercicio de una ciudadanía activa. Todos los días escuchamos que los legisladores de un partido político —cualquiera— tomaron la tribuna para insultar a quien no comparte sus ideas, que tal o cual grupo social es discriminado por algún rasgo irrenunciable de su personalidad, que el Estado y la iglesia confunde los límites y alcances de sus potestades. Y en todos esos conflictos, se nombra a la tolerancia como la actitud de civilidad que permitiría una solución tersa, sabiendo que la democracia no es otra cosa, en principio, que la lucha institucionalizada por el poder, al margen de la violencia. Hablamos de tolerancia, la exigimos, la añoramos, pero parece que no hemos entendido todavía en qué sentido ésta es un valor democrático.
Es verdaderamente lamentable que quienes tienen la posibilidad de dar rumbo a un México distinto al que tenemos ahora, un México donde se reconozcan absolutamente todos como diferentes, pero con derechos fundamentales para llevar una vida con dignidad, están enfrascados en discusiones que se ciñen a los tiempos electorales, a intereses de partido o bien a aspiraciones personales. A mi juicio, existen valores cuya posesión debiera ser requisito indispensable para obtener un cargo en la administración pública, del que se supone esperamos coadyuve a la construcción de un país más justo, más equitativo; un país en el que la discriminación no sea más un obstáculo para el respeto absoluto a las diferencias. De entre estos valores, destaca por su importancia la tolerancia, que no se reduce a la aceptación, sin más, de opiniones distintas a la nuestra, sino que se convierte en la guía para la construcción de un proceso democrático y novedoso que involucre a todos y todas en las construcción de un México más equitativo, incluso reconociéndonos como diferentes.
En una sociedad como la nuestra, con una gran diversidad cultural, la inclusión es un asunto de derechos fundamentales, no de moralidades, afines o encontradas. Un ejemplo claro de intolerancia es la homofobia y la incapacidad de situarse en la posición de los grupos discriminados, para imaginar lo que se siente ser privado de derechos y oportunidades a causa de prejuicios, que se ha hecho manifiesta a propósito de la discusión en torno de la reforma legal que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo. Lo importante no es que existan personas bi, hetero u homosexuales que estén a favor o en contra de la institución matrimonial, sino que todos y todas tengamos el derecho al reconocimiento jurídico de los vínculos sexoafectivos que establecemos de manera voluntaria y autónoma.
Por otro lado, la polémica sobre la adopción de niños y niñas por parte de las parejas de personas del mismo sexo, si se desarrollara en un marco de tolerancia y respeto a la diferencia, tendría que enfocarse en el bienestar de las y los menores, quienes, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, deberían crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión. Lo anterior, por supuesto, aceptando que existen muchos modelos de familias y que éstos ya son una realidad. El niño debe estar plenamente preparado para una vida independiente en sociedad, así como ser educado en el espíritu de los ideales proclamados en la Carta de las Naciones Unidas y, en particular, en un espíritu de paz, dignidad, tolerancia, libertad, igualdad y solidaridad. No creo que, tratándose de niños y niñas que no tienen la fortuna de tener cerca a sus padres biológicos, sea mejor que permanezcan en el abandono, antes que ser acogidos por parejas del mismo sexo. Eso es lo que genera intolerancia y falta de generosidad.
Es un hecho que existe una enorme dificultad para diferenciar entre los derechos fundamentales inherentes a toda persona y la moral. Pero la consecuencia más grave de lo anterior es la situación de riesgo en la que nos colocamos todos y todas, pero particularmente los grupos tradicionalmente discriminados, si no defendemos los derechos fundamentales con argumentos jurídicos y no morales. La garantía universal de los derechos es el punto de convergencia para todas y todos los que vivimos en sociedades democráticas, mientras que la moral nos divide, fragmenta y vuelve irreconciliable aquello que no tendría por qué ser objeto de una disputa pública. Por eso, en las democracias el laicismo se ha convertido en la fórmula para la convivencia de la pluralidad
Está claro que el laicismo no delimita un espacio carente de valores. Precisamente, la tolerancia, los derechos de las personas, la igualdad de todos y todas ante la ley y la libertad de creencias religiosas son valores propios del laicismo. Sin esos valores, sería imposible el respeto absoluto a las diferencias, a la diversidad cultural. Por ello, no es redundante enfatizar que el laicismo constituye la ética que debe regir en un Estado moderno y auténticamente democrático. Ojalá tengamos la altura moral para defender nuestro Estado laico y que los efectos sociales sean visibles; ojalá tengamos la altura moral para que la tolerancia y la generosidad sean la punta de lanza en la defensa y la protección de los derechos fundamentales de todas las personas.
presidencia@fundaciongrg.org
Presidenta de la Fundación Gilberto Rincón Gallardo AC

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