jueves, 25 de marzo de 2010

Los nuevos heroes de la patria

Mauricio Merino El Universal 24-marzo-2010

Llama la atención que sea justo en el año de los centenarios, cuando los principales debates del país vuelven a volcarse en la ilusión que nos despiertan las reformas constitucionales seguidas o antecedidas de proclamas. Aunque los medios sean distintos (pues antes no había internet ni redes sociales electrónicas) los argumentos políticos son muy parecidos a los que se emplearon en la Independencia y la Revolución: ¡si cambia la Constitución todo será distinto!
Quizás nos encantan las reformas, porque nos deslumbra el poder de las palabras que se escriben en las normas. Es un acto creador, demiúrgico, insuperable. Sin embargo, doscientos años de experiencia deberían bastarnos para saber que cambiar la letra de las constituciones puede ser completamente inútil, porque la única reforma que nunca hemos hecho consiste en cumplir las leyes que escribimos. En cambio, somos expertos en eludir la responsabilidad legal, en darle la vuelta, en contradecirla.
No me opongo a algunas de las que ahora están en curso. Pero hay algo irónico en debatir acaloradamente la importancia de la reelección para garantizar la rendición de cuentas, mientras el Congreso se encuentra en desacato con los plazos fijados por la última reforma constitucional en materia de transparencia y rendición de cuentas —que debió completarse hace ya casi dos años. O que se defienda con ahínco a las candidaturas ciudadanas, cuando la reforma electoral del 2007 eliminó los candados que había para legislar en ese tema, pero los responsables de hacerlo no hicieron la tarea oportunamente.
Se dice que es indispensable avanzar en las reformas que propuso el Presidente para acercar la política a los ciudadanos y para hacer el país más democrático, mientras las candidaturas de los partidos se siguen negociando a ojos vista como artículo de compra-venta, mientras se firman pactos a espaldas de la gente y mientras se asignan puestos públicos todos los días con la regla de la simpatía filial y la militancia partidista. No hay Ley de Partidos, ni el Cofipe se ha cumplido en materia de precampañas, ni los gobiernos quieren dejar de usar las plazas burocráticas como botín de guerra. Pero eso sí: es muy importante pugnar por la iniciativa popular para darle más poder a los ciudadanos.
Es verdad que algunas normas han tenido una fuerza revulsiva indiscutible, aunque no se hayan cumplido cabalmente. Pienso en la Constitución de Cádiz, cuya influencia perduró por más de medio siglo, a pesar de que solamente entró en vigor por unos días. O en la Constitución de 1857 —la biblia laica de los liberales—, que nunca se respetó del todo pero que cambió la lógica del gobierno y la política hasta bien entrado el siglo XX. O en los derechos sociales consagrados en la Constitución del 17, que le dieron contenido ideológico a ese movimiento, aunque todavía sigamos esperando su realización.
Pero lo cierto es que, en nuestros días, ya deberíamos saber que las nuevas proclamas constitucionales no están destinadas a modificar el mapa de nuestras desdichas, sino a darle oxígeno a un gobierno que se está asfixiando de impotencia. Y nos gusta, porque en lugar de discutir la mejor asignación del presupuesto para el 2011 y el 2012 en busca del crecimiento y la redistribución del gasto, preferimos proclamar la necesidad de la reforma fiscal —que es cosa más fácil. En vez de diseñar sistemas para que los gobiernos rindan cuenta de sus gastos y de sus decisiones, nos acusamos mutuamente de formar parte de la generación del no, del yo sí —y con quien sea— o del quién sabe, tema que es más divertido. O para evitar la lata de los tecnicismos propios de la profesionalización de los servidores públicos, mejor nos liamos con la idea de que la reforma política propuesta nos salvará de todos nuestros males.
Nos seduce el heroísmo explícito; salvar a la patria con nombre y apellido y, de ser posible, con grandes desplegados y parafernalia pública, como hicieron en su momento insurgentes y revolucionarios. Pero yo pienso que los que realmente nos están faltando son los héroes menos elocuentes y visibles, pero más comprometidos con la responsabilidad pública, con los cambios que se quedaron tirados tras los titulares, con los pequeños ajustes de la maquinaria gubernamental que no funciona, con el cumplimiento de la ley tal como está escrita. Prefiero mil veces a esos héroes anónimos de cada día, que a los grandes promotores de las reformas históricas diseñadas para seguir aplazando la tarea con cualquier pretexto. Como el día se escurre entre los vagos, a nosotros se nos van los años soñando con la gran reforma, mientras despertamos.
Profesor investigador del CIDE

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