domingo, 21 de marzo de 2010

Transición a la clase media

Álvaro Enrigue El Universal 20 Marzo 2010

Francisco I. Madero ocupó la mayor parte del tiempo que gobernó en cablear la patria: llenar de teléfonos y focos los centros urbanos que le tocó desarrollar. Pero ese tiempo de administración de las cosas públicas se le pulverizó conforme la gente que había votado por él se iba desesperando, conforme sus hermanos iban encumbrándose en el gabinete no siempre con las credenciales correctas ni con la honestidad a prueba de balas que sí tenía Francisco, conforme los alzamientos proliferaban como dientes de león en el prado. Es curioso: el primer presidente que entendió que además de bienes y mercancías, había que mover información por todo el país, terminó siendo víctima de la prisa con que los medios de comunicación aprietan nuestra realidad.
Al final, como nos sucede a todos hoy en día, ya no podía hacer nada más que defenderse de la hostilidad de un entorno: contestar el teléfono, enviar telegramas, quedarse tardísimo a trabajar. Dejó de gobernar para poder administrar el fracaso de su gobierno como nosotros trabajamos todo el tiempo en administrar la imposibilidad de trabajar. Y eso que todavía no se inventaban los recibos de honorarios, las fotos tamaño infantil con la frente descubierta, los correos electrónicos perentorios, la declaración mensual.
Madero fue el primer mexicano que vivió protegiendo su intimidad de un mundo que se le metía en casa por todos lados y cayendo una vez tras otra en el esfuerzo por someter a los sátrapas que nunca se van a ningún lado: los bandidos corporativos, los opinócratas, los curuleros que confunden a la nación con su patrimonio y son capaces de lo que sea con tal de no perderlo, la clase empresarial más abusiva de occidente.
Si el escritorio de Madero no hubiera tenido un teléfono, tal vez habría tenido tiempo para hacer algo más y ese algo hubiera suspendido el acuerdo sobre la necesidad de su muerte. Pero no podía, no se podía entonces como no se puede ahora. Ya se le suicidó un general, señor presidente; ya se armaron de nuevo los zapatistas, señor presidente; el Congreso no va a aprobar su reforma, señor presidente; ya se desarmaron de nuevo, pero quebraron las vías, señor presidente; quien sabe por qué Huerta no termina de derrotar a los Orozquistas; ya se le alzaron también en Veracruz.
De joven, Madero había aprendido que al mundo se le somete con los recursos de la inteligencia. Su rancho, Australia, más que un terreno productivo, era un gigantesco experimento que además tuvo la gracia de funcionar. La convicción de hierro con que llegó hasta donde llegó no venía ni del espiritismo ni de las fortalezas éticas que le concedieron un cristianismo liberal y un budismo suicida, sino del éxito que tuvo con la hidroponía en sus años de hacendado Peraloca. Creía, como el dictador que a fin de cuentas lo formó, en forzar los cambios -incluídos los de gobierno.
Su idea del país -un país que no existía más que como abstracción hasta que Díaz doblegó selvas y desiertos mediante la instalación de los rieles que conectaban todo el territorio- se gestó en el útero de hierro de los trenes, la tecnología más eficiente a que tuvo acceso de joven y la que le permitió juntar un ejército, derrotar a los Federales en la batalla de Ciudad Juárez, conquistar la voluntad de la gente pueblo por pueblo hasta que lo llevara a la silla del águila.
Puso tanto denuedo en conectar cosas, en tensar cables, que me imagino que pensaba que si el dictador había pasado a la historia -como entonces se suponía que lo haría- por sus ferrocarriles, él lo haría por sus conexiones; que sería el presidente del teléfono y la luz eléctrica. Si hubiera terminado sus años de gobierno no sería recordado como el cordero del Sufragio Efectivo sino como el pragmático que distribuyó los beneficios del desarrollo tecnológico, entre los que también estaba el derecho a votar como un bien sólo práctico. No sería el apóstol de la democracia, sino el de la clase media.

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