martes, 9 de marzo de 2010

De mentiras y encubrimientos

Gabriel Guerra Castellanos El Universal 08 de marzo de 2010

Pocas cosas hay peores que la mentira. Genera desconfianza y desapego, crea hábito entre quien la pronuncia y quien la escucha, provoca una cascada de consecuencias ya sea en los intentos por encubrirla o los deseos de desenmascararla. La mentira rara vez se queda sola: puede ser que llegue así, pero al poco tiempo convida obligadamente a otras más, necesarias para continuar con el engaño, volviéndolo cada vez más intrincado e irreversible.
No hay vuelta atrás con ellas pues no es posible mentir por única ocasión: las mentiras a fuerza de repetirse pueden parecer una verdad, como decía Joseph Goebbels, tristemente célebre propagandista del nacionalsocialismo, pero por lo general engendran a otras mayores para encubrirse y justificarse. El de los nazis ilustra perfectamente el punto: un régimen basado en las mayores falacias de la era moderna solamente supo seguirle mintiendo a su pueblo hasta llevarlo al borde de la destrucción, a los límites del oprobio y de la indignidad humana.
No todas las mentiras tienen que ser así de monstruosas para tener un efecto pernicioso sobre la vida pública y el tejido social. Hay mentiras que hacen historia y otras que se vuelven historia, como las que fueron materia de la enseñanza pública en México, con sus héroes y villanos a la medida del régimen o del gobernante en turno, en una versión orwelliana tercermundista de cómo se reescribe la historia a modo.
Todavía peor que la mentira es el encubrimiento que busca proteger al criminal, al falseador, al que ha violado los pactos que lo obligaban. El encubrimiento se presenta con frecuencia en situaciones de excepción: en guerras o rebeliones, durante momentos de turbulencia social, o bajo la brutalidad de las dictaduras. Sucede a veces por temor, otras por indiferencia hacia las víctimas, unas más por franca y abierta complicidad. Nos vienen a la mente Ruanda y Camboya, pero también casos menos extremos pero no por ello más tolerables: el encubrimiento que permitió la adopción forzosa de los hijos de los “desaparecidos” durante las dictaduras en Chile y Argentina o la que dejaba se afirmara que las elecciones en México eran libres y democráticas o los que todavía hoy permiten y propician la censura y la autocensura en los medios de comunicación.
Escribo estos renglones pensando por supuesto en dos acontecimientos recientes que han generado revuelo y aunque de dimensiones menores a los que he mencionado arriba no dejan de tener un alto valor simbólico: me refiero a los dimes y diretes en torno al presunto pacto o convenio entre el gobierno federal, el PAN y el PRI y a las nuevas —que no novedosas— acusaciones contra Marcial Maciel, fallecido jerarca de los Legionarios de Cristo.
El primer caso supone no sólo la mentira reiterada sino también la incapacidad de las partes para lograr y mantener acuerdos clandestinos. No sé lo que me irrita más, si el cinismo con que algunos de los involucrados han pretendido engañar a la opinión pública o la estulticia con la que se han conducido para negar/afirmar/revelar y de paso confirmar lo que todos sabíamos: que las habilidades políticas son especie en extinción en este nuestro país. Lo malo no es lo secreto, vaya, ni siquiera lo perverso: lo malo es la ineptitud.
Las más recientes acusaciones contra Maciel provienen ahora de uno de sus hijos, quien afirma que su propio padre habría abusado sexualmente de él cuando era menor de edad. La respuesta ha sido dual: por un lado tratar de ocultar o minimizar los alegatos, cosa difícil en un entorno mediático tan plural y tan dado al escándalo (si bien alguno que otro medio pensó que podría callar la noticia) y por el otro buscar descalificar el testimonio ya que se dio aparentemente en el marco de un intento de obtener dinero a cambio del silencio: algunos le llaman reparación de daño, otros extorsión.
Yo prefiero decirle por su nombre. Lo hecho por todos aquellos que supieron de los abusos de Marcial Maciel (incluidos los que callaron cuando el asunto ya era público) se llama encubrimiento. Se puede tal vez entender en el caso de las primeras víctimas, pero nunca en el de quienes desde posiciones de influencia o autoridad fueron omisos en denunciar, en destapar, en impedir que esos actos siguieran ocurriendo.
Hace mal —muy mal— el que miente, pero es peor el que lo encubre, pues le permite continuar mintiendo.
gguerra@gcya.net www.twitter.com/gabrielguerrac
Internacionalista

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